Sombrero de mago

Días de odio

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Reinaldo Spitaletta
20 de febrero de 2018 - 04:55 a. m.
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Decía cualquier pensador de esquina (a lo mejor, el original proceda del magín de uno de cátedra y atril) que “pertenecer a la historia es pertenecer al odio”. Colombia, un país doloroso de guerras y guerritas civiles en el siglo XIX y de una prolongada violencia en el XX, ha sido una tierra apta para engendrar odios a granel. Porque sí o porque no. Al pueblo, sobre todo, lo han involucrado en peleas que no son suyas y puesto a visitar el “museo del horror” que ha sido esta tierra.

Los odios, “sin medida ni clemencia”, nos vienen de vieja data. Pero para no ir tan lejos, es probable que esas animadversiones hundan sus raíces en los tiempos del agustino recoleto Ezequiel Moreno, hoy santo, que en Pasto abatía a los feligreses con aquello de que ser liberal era pecado. Y el beato santificado, que vivió en Colombia en tiempos de la Regeneración, otra productora de odios contra los que estuvieran del lado de la libertad de expresión y de la educación laica, pudo tener el influjo del conservadurismo de Pío IX y su Syllabus, una encíclica que consideraba como un error de la modernidad la separación entre Iglesia y Estado y la libertad de conciencia.

Y ese odio, con diversas raíces, pudo también seguir regándose en otras coordenadas, con el sacrosanto Bernardo Herrera Restrepo (que tiene busto en la avenida La Playa, de Medellín), el mismo que aupaba persecuciones contra los liberales y que, más tarde, tendrá una suerte de imitador terrible en monseñor Builes. Y así parezca una charada, las élites del poder, o, mejor dicho, la oligarquía colombiana, promovieron los odios basados en los colores de las banderías políticas, como un modo de separar y dividir el rebaño.

Tuvo que haber mucho odio y ceguera política para un macheteo feroz en Palonegro y para que la última guerra decimonónica haya causado más de cien mil muertos, con arreo de banderas y renuncia a los principios liberales, como consecuencia de una derrota. Y con la separación de Panamá, por injerencia directa del país que, más tarde, un presidente conservador tendrá como la guía imperdible, la “Estrella Polar”: los Estados Unidos.

Y qué tal el odio expandido por toda la geografía patria en los tiempos de la Violencia, tras la hegemonía conservadora y el fin de la ‘republiqueta’ liberal. Eso condujo a que la “plebe”, siempre carne de cañón, fuera utilizada por los figurines oligárquicos, por los dirigentes de ambos partidos, para conducirla al matadero, a una carnicería feroz. Se cortaban lenguas, por ejemplo, para que muchos no fueran a gritar vivas al Partido Liberal (“Yo quiero pegar un grito y no me dejan”, cantaba Buitrago).

Lo que nos llegó a fines de la década del cuarenta del siglo XX fue la destrucción de la democracia formal. Por algo, el historiador Germán Arciniegas declaró: “Aquí en Colombia hay libertad de palabra, hablada y escrita, tanto que puede decirse todo menos la verdad”. Y meterse con asuntos de la “verdad” sigue siendo un peligro en esta “tierra de leones”. Por aquellas calendas ospino-laureanistas se suspenden el congreso, las asambleas, los concejos; se prohíben las manifestaciones públicas; se vive en estado de sitio permanente. Se establece la censura de prensa. Y hubo masacres a granel, algunas con los cánticos del “Tú reinarás, oh rey bendito”.

Constancias de aquel odio sin límites quedan, por ejemplo, en obras como El día del odio, de Osorio Lizarazo, acerca del Bogotazo y las penurias de los habitantes de barrios como La Perseverancia y otros de extracción obrera. O como la obra de Daniel Caicedo, en cuyo prólogo Antonio García señaló: “Las clases altas han desaparecido de este escenario, de esta lucha cruenta, de este drama que no da cuartel y que rebasa todas las fronteras de la resistencia humana”. Claro. Si las clases altas, como se ha dicho, enviaron al infierno a miles de personas. La Violencia, en sus distintas facetas, dejó trescientos mil muertos.

Y aparecieron los “pájaros” y los “chulavitas”, la chusma, el bandolerismo, las guerrillas… Y se robaron las tierras. Y en el diccionario del terror se avalaron expresiones como “pasar al papayo” (matar), “ángel de la guarda” (el revólver), “pavear” y “palomiar” (matar desde los matorrales) y “tostar” (matar). Y el odio siguió creciendo, como característica del sectarismo y la intolerancia, promovido desde las altas esferas.

Civilizar la política en Colombia (que ha sido tan incivilizada) no es tarea simple. Requiere una enorme inyección de cultura, de conocimiento del pasado y de sus contradicciones. Es una faena colosal y necesaria. Sin embargo, nada fácil. Y menos cuando desde hace más de treinta años ni siquiera se enseña historia en escuelas y colegios. El conocimiento es un antídoto contra el odio visceral.

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