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Estamos hervidos en sangre, somos una secuela intensa y extensa de nuestra historia de guerras y guerritas, de la resolución de las contradicciones y de las discrepancias políticas, a punta de bala —o de machete y cuchillo, como pasó en la batalla de Palonegro—. Y también somos una consecuencia de los enormes abismos sociales (se acuerdan de un presidente que tenía como lema “para cerrar la brecha” y, por el contrario, la amplió, como lo han hecho tantos otros), de las inequidades sin límites, de la generación de odios desde tiempos inmemoriales.
Un novelista de antes decía que al pueblo nunca le toca, a no ser las sobras, el hambre, la represión… ¿Quiénes han sido las víctimas de un sistema inicuo de desigualdades y miserias perpetuas? Y esa entidad, a veces abstracta, a veces concretada por caras pálidas, por desnutriciones, niños que comen papel y tantas inopias más, es la que, en nuestra historia de desventuras, ha puesto la inmensa mayoría de muertos en esas “guerras y guerritas”.
Parodiando un tango, se podría decir —de acuerdo con ese espíritu inveterado que ha estado navegando y zozobrando en la sangre— un muerto más qué importa. Pero, en rigor, sí es una porción de esa larga consecuencia de ser un país en el que no ha habido jamás una reforma agraria, ni tampoco ninguna consideración de parte de los que han usufructuado y detentado el poder para aquello que los mexicanos llaman, como en una novela, los de abajo. Ni siquiera ha habido, a parte de algún paternalismo inocuo, la voluntad de solucionar a fondo las causas de tantas carencias e incertidumbres para lo que se ha llamado “las mayorías”.
Somos una derivación de tiempos conflictivos, de robos de tierras, de riquezas usurpadas, de la explotación inclemente de mano de obra a la que se ha sometido a dietas de hambre y que, si no fuera por las luchas y resistencias de los trabajadores, a veces con muertos y todo, no hubieran alcanzado algunas reivindicaciones y conquistado derechos. Así que seguimos siendo un país de abismos sociales, que hemos tenido, según períodos de la historia, tiempos de “hambre, demagogia y represión” como los de López Michelsen, o de coerción y violación de las libertades públicas e individuales, como los muy oscuros de Turbay Ayala y su Estatuto de Seguridad.
Hemos creado un ambiente de sordideces, en las que han florecido mafias, narcoterrorismo, extraditables con ejércitos de sicarios, paramilitares, guerrillas, lacayos de intereses foráneos. Y, en medio de un poder a ultranza ejercido por minorías, nos convertimos en una sociedad resquebrajada en la que hay que apelar a las balas (por la ausencia casi absoluta de desacuerdos civilizados, cualquier cosa que signifique la “civilización”) para imponer la razón, o, de otra manera, la sinrazón de la fuerza y la barbarie.
Ha sido el nuestro un país de oligarquías y de proyectos excluyentes. La clave, según los que desde ya hace una eternidad han participado en la piñata de control del Estado y de los gobiernos, es maniatar a los subordinados (que han sido esclavos, peones, obreros, gentes sin oficio, artesanos, y un infinito etcétera) con la ignorancia, sojuzgarlos —con ayudas de credos, hechos para la obediencia— y mantenerlos en la oscuridad de la historia.
En la novela El día del odio, de Osorio Lizarazo, sobre el Bogotazo y los infortunios de Tránsito, dice el narrador: “Los intelectuales de las clases media y alta, que en la hora decisiva se esconden temerosos, son los que escriben la historia: pero es la plebe quien la hace”. Y aquí, en Colombia, ha sido la “plebe” la víctima de todos los atropellos, carne de cañón, la escogida para los “falsos positivos”, la que también se selecciona para atentados, la que engrosa las filas del lumpen…
El asesinato de Miguel Uribe Turbay, sus exequias y entierro mostraron, a escala, los significados del odio, la utilización politiquera de una víctima más de una larga historia de violencias, casi siempre ejercidas desde los estratos de privilegio. Fue una apelación a la propaganda y no un llamado franco a la búsqueda de soluciones de fondo a tantas ignominias, ya viejas, en un país en el que se apela a la violencia como método de resolver las diferencias ideológicas y políticas.
Somos como una excrecencia de una larga enfermedad, cuyos virus y microbios fueron esparcidos por unas minorías que, con sus mecanismos de opresión para mantenerse en el trono, viralizaron la violencia, la naturalizaron y utilizaron para sus tenebrosos fines. Somos todavía parte de esa pervertida tendencia que clama con convicción criminal: “bala es lo que hay, bala lo que viene”, que resuena en los oídos de la “plebe”, a la que, como decía el novelista, es mejor no “toriar” porque es posible que estalle tras tanta frustración acumulada. Ah, y porque ser de “abajo” también cansa.
