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                                                                                                                              El año de la peste

                                                                                                                              La peste del año bisiesto 2020 no mejoró a la humanidad, como lo creían ciertos optimistas. La mostró en su dimensión real de seres poderosos, dueños del mundo, de un lado, y, del otro, de los que, además de estar atados a las cadenas del consumo, las carencias y las inequidades en la repartición de las riquezas, se sumieron en el miedo y la perentoriedad del aislamiento. O, como lo advirtió hace tiempos el historiador Jean Delumeau, “el tiempo de la peste es el tiempo de la soledad forzada”.

                                                                                                                              Y hay soledades de soledades. Las del más pobre, las del olvidado, son de ingrata presencia. Dolorosas. No es lo mismo estar confinado en una especie de tugurio, de espacio carcelario, que en un palacete o en una vivienda con todas las comodidades. La peste ha hecho más penosa la existencia de los que nada tienen. Y más aún, la de los que, en un momento de crisis por la hambruna, pusieron en sus ventanas—tal vez con vergüenza— las banderas rojas de la derrota.

                                                                                                                              La peste hizo que algunos creyeran que el neoliberalismo, ese gran productor de pobres y auspiciador de la fortuna de una minoría de ricachos extravagantes, entraría en crisis. Nada. Parece que ha salido fortalecido, al menos en países como el nuestro, pauperizado en el campo, desindustrializado, en el que una lumpen-burguesía cabalga a placer, se reparte el tesoro del Estado, se burla de la ley (que ella misma hace) y desprecia de modo infamante a los trabajadores, de los que se ríe con un salario mínimo que apesta.

                                                                                                                              Este año distópico, que comenzó en otras geografías con gentes que cantaban en los balcones, con mensajitos edulcorados de que después todo sería mejor, de tonterías como las que, pasada la peste, todos nos abrazaremos, fortificó el poder establecido. No faltaron quienes, en ataques de animosidad y confianza, vaticinaron que habría una especie de renacimiento del Estado de Bienestar y que el capitalismo sufriría grietas irreparables. Y aunque la peste no ha terminado, un año después de su aparición, el nuevo orden es el del miedo, la vigilancia y el control.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              O acaso esto último no fue lo que sucedió, por ejemplo, en los Estados Unidos, en particular en ciudades como Nueva York, donde perecieron miles de trabajadores, de los que tienen que realizar las faenas más duras, los negros, los inmigrantes, los que en efecto saben qué es el “sueño americano”: una pesadilla. La misma que el coronavirus disparó a niveles terroríficos.

                                                                                                                              Ha sido un año de desaliento para casi todos. No ha sido (ya no fue) el de la humanidad compartida, aunque haya habido miles de casos de solidaridad, de cuidado de los demás, de amor y ayuda por el otro que estaba en peores condiciones. Más bien, sobre todo en países como Colombia, se han notado las enormes diferencias entre las clases sociales. Con un gobierno antipopular, favorecedor de unos cuantos privilegiados, en este país de injusticias se amplió más la brecha de las desigualdades.

                                                                                                                              Cuando a fines de 2019 en Colombia hubo un flujo contundente de protestas de campesinos, estudiantes, trabajadores, desempleados y otros sectores populares, con paros y marchas, la pandemia produjo un reflujo en las expresiones masivas de resistencia contra un régimen lleno de despropósitos. Sin embargo, en medio del aislamiento y los cuidados para no contagiarse, el 2020 también tuvo en el país demostraciones de descontento frente a los abusos oficiales.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              La pandemia ha tenido algunas pocas ventajas, por ejemplo, las de hacernos volver (bueno, es un asunto de minorías) a Tucídides, Boccaccio, Daniel Defoe, Poe, Camus, Mann, a otros escritores e historiadores que han narrado las pestes y las enfermedades. Este bisiesto de peste y mortandad, en cualquier caso, ha sido un año de tristezas. Y de dolorosas imágenes como las de ver desplegadas en algunas ventanas las desteñidas banderas del hambre.

                                                                                                                              La peste del año bisiesto 2020 no mejoró a la humanidad, como lo creían ciertos optimistas. La mostró en su dimensión real de seres poderosos, dueños del mundo, de un lado, y, del otro, de los que, además de estar atados a las cadenas del consumo, las carencias y las inequidades en la repartición de las riquezas, se sumieron en el miedo y la perentoriedad del aislamiento. O, como lo advirtió hace tiempos el historiador Jean Delumeau, “el tiempo de la peste es el tiempo de la soledad forzada”.

                                                                                                                              Y hay soledades de soledades. Las del más pobre, las del olvidado, son de ingrata presencia. Dolorosas. No es lo mismo estar confinado en una especie de tugurio, de espacio carcelario, que en un palacete o en una vivienda con todas las comodidades. La peste ha hecho más penosa la existencia de los que nada tienen. Y más aún, la de los que, en un momento de crisis por la hambruna, pusieron en sus ventanas—tal vez con vergüenza— las banderas rojas de la derrota.

                                                                                                                              La peste hizo que algunos creyeran que el neoliberalismo, ese gran productor de pobres y auspiciador de la fortuna de una minoría de ricachos extravagantes, entraría en crisis. Nada. Parece que ha salido fortalecido, al menos en países como el nuestro, pauperizado en el campo, desindustrializado, en el que una lumpen-burguesía cabalga a placer, se reparte el tesoro del Estado, se burla de la ley (que ella misma hace) y desprecia de modo infamante a los trabajadores, de los que se ríe con un salario mínimo que apesta.

                                                                                                                              Este año distópico, que comenzó en otras geografías con gentes que cantaban en los balcones, con mensajitos edulcorados de que después todo sería mejor, de tonterías como las que, pasada la peste, todos nos abrazaremos, fortificó el poder establecido. No faltaron quienes, en ataques de animosidad y confianza, vaticinaron que habría una especie de renacimiento del Estado de Bienestar y que el capitalismo sufriría grietas irreparables. Y aunque la peste no ha terminado, un año después de su aparición, el nuevo orden es el del miedo, la vigilancia y el control.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              O acaso esto último no fue lo que sucedió, por ejemplo, en los Estados Unidos, en particular en ciudades como Nueva York, donde perecieron miles de trabajadores, de los que tienen que realizar las faenas más duras, los negros, los inmigrantes, los que en efecto saben qué es el “sueño americano”: una pesadilla. La misma que el coronavirus disparó a niveles terroríficos.

                                                                                                                              Ha sido un año de desaliento para casi todos. No ha sido (ya no fue) el de la humanidad compartida, aunque haya habido miles de casos de solidaridad, de cuidado de los demás, de amor y ayuda por el otro que estaba en peores condiciones. Más bien, sobre todo en países como Colombia, se han notado las enormes diferencias entre las clases sociales. Con un gobierno antipopular, favorecedor de unos cuantos privilegiados, en este país de injusticias se amplió más la brecha de las desigualdades.

                                                                                                                              Cuando a fines de 2019 en Colombia hubo un flujo contundente de protestas de campesinos, estudiantes, trabajadores, desempleados y otros sectores populares, con paros y marchas, la pandemia produjo un reflujo en las expresiones masivas de resistencia contra un régimen lleno de despropósitos. Sin embargo, en medio del aislamiento y los cuidados para no contagiarse, el 2020 también tuvo en el país demostraciones de descontento frente a los abusos oficiales.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              La pandemia ha tenido algunas pocas ventajas, por ejemplo, las de hacernos volver (bueno, es un asunto de minorías) a Tucídides, Boccaccio, Daniel Defoe, Poe, Camus, Mann, a otros escritores e historiadores que han narrado las pestes y las enfermedades. Este bisiesto de peste y mortandad, en cualquier caso, ha sido un año de tristezas. Y de dolorosas imágenes como las de ver desplegadas en algunas ventanas las desteñidas banderas del hambre.

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