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El balón: ¿Dios o demonio?

Reinaldo Spitaletta

28 de junio de 2010 - 10:26 p. m.

Entre el balón y la red está Dios. O la idea suya.

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¿Qué de misterioso posee este juguete esférico? ¿Qué de seductor hay en su forma? Es posible que la mayor astucia del diablo no haya sido la de hacer creer que no existe, sino la de convertirse en un balón. En cualquier caso, la gracia de éste, entre tantas otras, es que jamás se cae. Puede rodar, rebotar, volar, pero nunca un balón estará caído. Por eso atrae al niño (¿o acaso es el niño el que atrae al balón?). Puede golpearlo con los pies, las manos, la cabeza, y él se mantendrá en un equilibrio perfecto.

El balón se presta para los juegos diversos de la imaginación. Es como tener la Tierra en las manos o, si se prefiere, la Luna. En él, en su interior oscuro, habitan genios y duendes burlones. Claro que el balón, en rigor, es una metáfora. Usted puede tener el planeta a sus pies cuando pisa un balón. Es el nuevo dios de la modernidad. Hoy se le adora en todas partes, se le ofician rituales masivos. Y tiene sus sacerdotes. Y sus ángeles. Es parte esencial de una novísima religión, con prosélitos universales. Cuando a una esférica se le agrega un pie sabio, se está a las puertas del arte, de la suma creación.

El balón no solo hace orar (vibrar) a los estadios, también estremece la calle. En la vida cotidiana de cualquiera hay, mínimo, un balón que se pasea por sus ojos o por su memoria. Que hipnotiza. Y canta. Porque esa es una de sus propiedades, como la de las sirenas. ¿Qué sería de una calleja de barrio sin su augusta presencia? Sería pura tierra de cementerio. Triisteza y desazones. Cuando una calle carece de balones y de gentes que le rindan culto, está muerta. El balón es el único capaz de transmutar el asfalto en algarabía, en fiesta pagana.

¿Quién de niño no aspiró a tener en su colección de juguetes un balón? Y poseerlo daba alcurnia. Claro. Siempre el muchacho más relevante de la cuadra era aquel, el dueño del balón, aunque a veces coincidía en que, también, era el más “tronco” para jugar. Pero tenía el poder. Y entonces había que soportarle sus torpezas y desaires.

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Hoy, el balón tiene el don de la ubicuidad. Y es también el más universal de los asombros. Está ligado al sano jolgorio, a la rumba colectiva, pero también a las transacciones. Cualquiera puede ser un balón-adicto. ¿Quién podría ser enemigo de su forma perfecta, de sus encantos? Está unido a los enigmas, a todos los deslumbramientos. Sería hermoso ver a un mago que, en vez de conejos y palomas, extrajera de su sombrero decenas de balones. Es probable que ya no existan personas a las que puedan seducir con espejitos, pero sí con un balón.

Cuando un balón rueda sobre el césped se produce una conmoción. Ese objeto imprescindible tiene fuerza de cataclismo. Es capaz de despertar pasiones de alta temperatura, que no necesariamente son bajas pasiones. No se puede concebir el paraíso sin la presencia de algún balón, como tampoco se podría pensar (¡oh, Borges!) en un edén sin libros.

Lo más bello de un balón (o de una pelota) es que no individualiza, no aísla. Es, en sí mismo, una suerte de canto a la solidaridad, a la congregación, al intercambio de emociones. Es factor de unidad, cuando se entiende por ésta la posibilidad del encuentro. Un balón está hecho para el disfrute común, no para satisfacer una ambición personal. Un balón es como un abrazo, o como un saludo de mano. Se siente la tibieza. Hay cercanía. Comunicación.

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A veces, un balón de domingo nos lleva por sinuosos caminos en los cuales vemos, en los recodos, caras conocidas y sonrientes; hallamos lo imprevisto; nos tornamos más humanos. Un balón puede ser un puente para pasar de nuevo a la infancia perdida; puede ser una manera de no dejar de ser niño, de no permitirnos vanas trascendentalidades. Un balón (pelota, esférico, número cinco, pecoso, en fin) puede ser el eslabón extraviado entre uno y el infinito; entre el pavimento y las estrellas. Se podría convenir en que un balón es el camino más corto para llegar a la alegría.

Hay prodigios que no lo patean, sino que lo besan, lo acarician. Pelé, Di Stefano, Garrincha, el Charro Moreno, Maradona, lo elevaron a la categoría de deidad, y ellos mismos, por su sapiencia, se tornaron dioses. Para algunos, muy nostálgicos, el mejor balón fue aquel relleno de trapos, como el de un filme argentino de Armando Bo. Para otros, el de plástico con el cual la calle se llenó con la poesía del gol.

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El balón (¿oración de brujos? ¿Parto de hechiceros?) se inventó para que existiera un lazo entre la vida y las ausencias. Y para que el mundo no se acostumbrara a las penas.

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