Se ha dicho que, por lo menos desde los tiempos del Frente Nacional, el último gobierno siempre es peor que el anterior. No parece posible que, tras los siniestros cuatro años de Duque, hasta hoy el más pervertido cuatrienio de la república (¿o será republiqueta?), haya otro que vaya a igualarlo en su degradación y desgreño. Hace apenas dos días se posesionó el denominado gobierno del cambio, el de Gustavo Petro, con múltiples expectativas en todos los sectores.
No sé cuántos de los partidarios de Duque, que eran los de Uribe, y a su vez los del statu quo, se habrán marchado del país. Quién sabe en que pararon varios “rezatones”, rosarios y rogativas realizados en algunos atrios por feligreses de rancio credo a ver si el “comunismo” no se impone en Colombia, o el “socialismo”, o el “castrochavismo”, cualquier cosa que esto signifique. Y quién sabe, además, si los camanduleros implorantes también se irán del país, tal vez a Tierra Santa, al percatarse que no basta rezar.
Dentro de los expectantes, que deben ser legión, también están los que consideran que el país cambiará (¿acaso de dueños?), que las relaciones sociales serán distintas, que la corruptela disminuirá y que los males que han aquejado la nación por tantos años se remediarán. Entre estos, las miserias seculares de los desposeídos, hoy etiquetados como “los nadies”. La palabra “cambio” se eleva a los cielos como otra manera de los deseos aplazados.
Se han pronunciado lamentos y quejumbres. Hay algunos que, aun creyendo en “razas” pujantes y en relaciones de poder que proclaman que los de arriba deben estar siempre arriba y los de abajo, pues bien abajo, desbarran sobre presuntas independencias, mas no del país frente a las tradicionales garras por ejemplo del llamado imperialismo, sino de desprenderse de la nación colombiana y formar un “estado independiente”, o bufonadas así. Se desgañitan gritando consignas absurdas y, además, ignorando la historia.
Y así como muchos pregonan las presuntas bondades que advendrán con el nuevo gobierno, otros, talvez muy esnobistas y simuladores, quizá burguesitos venidos a menos, se burlan de equis funcionario porque es “de color”, o porque llegan tiempos de dignatarios “sin clase”, o porque, según sus ojos discriminadores, no hay tantos “blanquitos” en determinados puestos, ministerios y cargos.
Igual, como de cambios se ha hablado, no faltan quiénes aducen sobre cómo es que los cambios se hacen con los que no están por el cambio sino por las continuidades; con las viejas “vacas sagradas”, o con los que se han paseado por todas las toldas del oportunismo y los partidos tradicionales. Qué cambios puede haber —se ha escuchado— con figuras camaleónicas, expertas en mimetismos y otros fingimientos. ¡Cómo va a ser!
Como se supone que ya estamos en la era del cambio, hay quienes, con sus lentes filosóficas, evocan a presocráticos como Heráclito de Éfeso y recuerdan el “todo fluye, nada permanece”. “En los mismos ríos entramos y no entramos, y somos y no somos los mismos”, se oye decir. Y entonces, cuando tales bellezas pronuncian, otros le salen al paso con citas del libro del Eclesiastés (o del “Predicador”): “lo que pasará es lo que ya pasó, y todo lo que se hará ha sido ya hecho. ¡No hay nada nuevo bajo el sol!”.
El gobierno recién posesionado ha dado para todas las visiones y cuestionamientos, para las esperanzas y las incredulidades. En ese aspecto puede ser interesante aquello de abrir todas las miradas y dar pábulo al escepticismo. No faltan los que de por sí les gustan los incensarios y cualquier llamado de atención les parece una herejía o un descarriamiento. Ni tampoco los que, de suyo, ya anuncian que lo que vendrá es peor que lo anterior.
Da la impresión de haber gentes leyendo o releyendo la estupenda novela El gatopardo, de Giuseppe Tomasi de Lampedusa, sobre las gestas de la burguesía contra la aristocracia, en la Italia de los días de Garibaldi, con personajes como Don Fabrizio Salina, el padre Pirrone y Tancredi Falconeri. Y vuelve a estar en boga el “lampedusismo” o “gatopardismo”, que en esencia se sintetiza en aquello de “si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie”.
La palabra cambio, ahora en boga, se pronuncia como un mantra, como una clave milagrosa, como una suerte de “ábrete sésamo”, pero también como un mecanismo publicitario, de propaganda y comunicación de masas. Va y viene. Se adapta a las circunstancias y se extiende a su vez como una palabra cabalística capaz de transformar las desgracias en ventura. Para unos cuantos es sinónimo de miedo, de aprensiones y tiempos difíciles; para otros, que son más, significa la apertura al porvenir, a un futuro con más posibilidades de comer tres veces al día.
Todo eso pasa. Se balancean los pros y contras, las posibilidades de cambios reales y las de “promeserismo”. Entre tanto, siguen resonando las palabras gatopardistas: “Todo seguirá lo mismo, pero todo estará cambiando”.