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Sombrero de mago

El cuento más triste

Reinaldo Spitaletta
28 de noviembre de 2023 - 02:00 a. m.

El cuento comienza así: “una mañana de últimos de noviembre”. Tal vez no sea uno de los inicios más memorables de la literatura, pero ya tiene un tono severo, categórico, como una premonición quizá, un anuncio de un tiempo definitivo. Y continúa así: “un amanecer de invierno, hace más de veinte años”. Uno se va enfriando, y toma distancia. Y espera. Debe haber algo oculto, una historia en profundidad, la de un tiempo que ya no es, la de una memoria imprescindible. Y, como veremos, dolorosa.

Un recuerdo navideño puede ser, creo, el más triste de todos los cuentos de los tiempos en que, en algunas partes del orbe, hacen pasteles de frutas, y por el trópico, natillas, buñuelos y otras viandas de fin de año. Desde hace ya no sé cuántos diciembres lo leemos en voz alta en casa, en la cocina, donde, durante el resto del año, se leen novelas, en lo que ya puede ser, según los que saben de estos “refinamientos”, una extraña actitud en días de redes sociales, de selfis y cultos desaforados al “yo”.

Con este cuento desgarrador de Truman Capote dimos por terminadas las tertulias literarias mensuales 2023 en un claustro que habitaron jesuitas, una construcción antigua, con fantasmas y otras historias, que hoy es de Comfama, en un histórico lugar de Medellín: la plazuela San Ignacio (antes de San Francisco, que, en asuntos de santos, esta ciudad tiene sus hábitos y aureolas). Digo que este cuento del que fue el niño precoz y terrible de la literatura estadounidense, lo leemos, sin falta, cada diciembre en casa, y no hay remedio: mínimo se nos forma un nudo —quizá gordiano— en la garganta y la vista se nos nubla.

Hay cuentos tremendos de navidad, como el del avaro señor Scrooge, o como El rifle, de Tomás Carrasquilla; o como El cuento de navidad de Auggie Wren, de Paul Auster, en fin, pero el de Capote batea de jonrón. Una condensación de una nostalgia, en una aldea seguro del sur de los Estados Unidos, con gallinitas de Bentam y una señora con un rostro singular, áspero, parecido, según dice el narrador, al de Lincoln. Podría tallarse en piedra. Es la historia, en los días de hacer los pasteles de frutas, de un chiquillo y una anciana de “sesenta y pico”. Esto de ancianos es relativo. Hace no sé cuantos años tener cuarenta o cincuenta ya era la última edad.

Habitan en una casa con otras personas que, como lo dice el que narra, tienen poder sobre ellos y “con frecuencia nos hacen llorar”. La señora, que es una prima lejana del muchacho, y sigue siendo una niña pese a la edad, llama a este Buddy. Ella no tiene nombre en el cuento. Hay otro personaje imprescindible, la perrita Queenie, una terrier o quizá ratonera anaranjada y blanca, sobreviviente de enfermedades varias y de dos mordeduras de serpiente cascabel.

La narración, vista por alguien que ya es un adulto pero se devuelve a los siete años, discurre por peripecias como las de ir a buscar un arbolito de navidad, comprar whisky en los tiempos de la prohibición, toparse con un vendedor de ese licor, necesario para la hechura de los pasteles de frutas, llamado el señor Jajá. Hay un carrito, una “abuelita”, de mimbre, desecho, clave para transportar ingredientes necesarios para la preparación, toda una odisea, de los que iban a ser treinta pasteles, pero, al fin de cuentas, son treintaiuno. No podían faltar las creencias supersticiosas sobre el número trece (para quienes gustan de numerologías y cosas así el 31 es un trece a la visconversa), la Casa Blanca y la señora Roosevelt.

Es un cuento en el que el autor despliega todo su talento para la narración precisa, lo necesario para crear un clima que a veces es de angustia, a veces festivo, casi siempre doloroso; para los detalles significativos (por ejemplo, “una de las maltrechas rosas de su sombrero suelta un pétalo cuando ella levanta la cabeza…”), y para denotar cómo son las ilusiones perdidas, cuando, por ejemplo, a un niño le dan como regalo de navidad ropas, como calcetines, pañuelos y “un suéter usado”.

Un recuerdo navideño reúne, en muy pocas páginas, el tratamiento de una cultura, las carencias de una señora y un niño, pero, a su vez, la fantasía que cada uno crea para que el tiempo de hacer los pasteles de frutas sea como una gran aventura y una presencia (aunque fugaz) de la felicidad y la inocencia. Se pueden ver “peces del cielo que nadan en el viento” y la alegría de una perrita con un hueso. La señora del cuento nunca fue al cine, pero quería que Buddy fuera para que le contara las películas.

Es un reencuentro con la infancia, con símbolos de ella, como las cometas, esas mismas cuyo hilo se puede reventar y dejar un vacío imposible de llenar. Es un cuento melancólico. Terminado, como en un tango, es imposible que no se te piante un lagrimón.

 

jmurillo(10525)03 de diciembre de 2023 - 11:59 p. m.
Evocar y rememorar la navidad desde las entrañas de la realidad de muchos, lejos de las luces y de los cantos melodiosos propios de la temporada, es sintonizarse con lo palpable, con lo que viven muchos que sólo comprenden la navidad como los regalos obsoletos e inútiles para cumplir con el ritual social.
Juan(45350)28 de noviembre de 2023 - 08:15 p. m.
Excelente re narración
Contrapunteo(18670)28 de noviembre de 2023 - 06:57 p. m.
Buena recomendación de una persona dedicada a la docencia, a la escritura y a la lectura, lo mismo a escribir en este periódico sus agradables columnas, algunas para esclarecer la ignorancia política de la que gozan vecinos ciegos y con pocos dedos de frente que comentan a diario y divagan bastante.
Alvaro(85100)28 de noviembre de 2023 - 05:38 p. m.
Muchas gracias Reinaldo por darnos a conocer este maravilloso cuento. Lo primero que hice hoy fue buscar el cuento y leerlo. Feliz navidad amigo Reinaldo. Recuerda la invitación para que vengas a Guaca.
josero(m0q28)28 de noviembre de 2023 - 03:59 p. m.
Gracias Reinaldo, lo contaste tan bien, que no faltó el lagrimón, aún sin pedirlo.
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