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Hace ocho años, en julio de 2017, el finado Antonio Caballero se preguntaba “¿por qué a medio país le gusta Álvaro Uribe con todos sus defectos?”, y el puntilloso columnista se contestaba: “por todos sus defectos”, lo cual, en un país como el nuestro, de trapisondas y argucias a granel, la doblez y la corrupción se erigen en cualidades. El mundo patas arriba, en el cual el ladino es modelo de buen vivir y los inmorales son prototipo de distinción y “sanas costumbres”.
Muchos de los copartidarios, funcionarios, calanchines y amigotes de divisa política del “señor de las sombras” (como lo bautizaron hace tiempos dos periodistas) están o estuvieron en la cárcel; en su trayectoria, que algunos quieren poner como paradigma de dirigente trascendental, cuando la realidad ha demostrado que es apenas un politiquero, un cacique, un clientelista, por decir apenas unas cuantas “virtudes” del célebre “manzanillo”, se asoman historias de tenebrosidades, que a sectores del “país político” les parecen encomiables y dignas de un líder, a veces confundido a propósito con un enviado celestial o con el “mesías”.
Mientras más escabroso, taimado, manipulador, o cuantas más actitudes hipócritas de seminarista o de santurrón asuma un político, en este caso, el hombre que en su tiempo se tomó noticieros, laceró los derechos de los trabajadores, apoyó al imperio en su invasión a Irak, privatizó empresas, puso a cabalgar a su antojo el desastroso sistema neoliberal, arrodilló a dueños de medios de comunicación, mientras más mentiras diga, se vuelve “gustadorcito” en sectores sociales, en particular, entre las clases dominantes.
Es quizá un mal a la colombiana: el del gusto por el fango. Y, al mismo tiempo, por el látigo, sobre todo, como ha pasado, en sectores que son víctimas precisamente de las políticas antipopulares. Pero la aureola falsa de “salvador” hipnotizó a muchos en los tiempos en que estaba en auge el paramilitarismo, en que se asesinaba a un alcalde que pedía socorro, o a un profesor universitario. De nada valía acusar al mismo mandatario del “embrujo autoritario”, el que compró su reelección con notarías, de ser uno de los fundadores del Bloque Metro de las autodefensas.
Esta especie de San Antoñito, de poses estudiadas, que siempre salió como impoluto de todas las corrupciones promovidas desde el trono, las mismas que condujeron a la prisión a muchos de sus ministros, jefes de prensa, altos comisionados, cabecillas del DAS y otros burócratas, ha mantenido en la opinión nacional, dividida en torno suyo, la falsa apariencia de un “redentor”. Son abundantes las acusaciones, y también las formas de elusión. Se le involucra en relaciones con el cartel de Medellín, en la masacre del Aro, en la “guerra sucia” en la que el paramilitarismo se quedó con las mejores tierras y arrasó comarcas a las que bañó en sangre. Pero él, nada que ver. Sin mácula, como la virgen.
El país hoy está en vilo. En 2014, Uribe acusó al senador Iván Cepeda de manipular testigos en su exposición sobre la creación de grupos paramilitares en la década del noventa, en Antioquia. Después, el resultado fue al contrario: la Corte absolvió a Cepeda y acusó al expresidente por lo mismo: manipulación de testigos. En agosto de 2020 hubo un hecho histórico: Uribe fue privado de la libertad.
En 2015, Cepeda y Felipe Tascón escribieron un libro sobre la relación de Uribe con la derecha trasnacional y el papel del expresidente como lugarteniente de la política imperialista estadounidense para América Latina. La política de “seguridad democrática”, que amparó los denominados “falsos positivos”, la parapolítica, la utilización del DAS para maniobras criminales, la persecución a opositores, y un catálogo enorme de bajezas y atentados, parecieron no disminuir, en otros días, la acogida servil de ciertos sectores al que fue el hombre más poderoso en el país. Ni siquiera le hizo mella la declaración del escritor Fernando Vallejo: “La maldad de un ser humano debe medirse en Uribes”.
Se puede decir que el “Innombrable” ha gozado de una larga impunidad. Caen sus subalternos y lacayos, pero él sigue incólume, con el teflón al día. Además, con la animación de “barras bravas”, que hasta bala les da por ofrecer. Puede ser el presidente y expresidente de Colombia señalado de más desafueros, como invención de testigos falsos, de colaboración con narcos, de fundación de bloques de paracos, y de nada más y nada menos que de ser el auspiciador de los “falsos positivos”. Nada le ha ocurrido. Podría, incluso, ser elevado a los altares.
El próximo lunes 28 de julio se conocerá la sentencia sobre las acusaciones a Álvaro Uribe por soborno de testigos y fraude procesal. Ha sido, como en una especie de publicidad farandulesca del boxeo, el “juicio del siglo”. Se espera entonces que no siga vigente una frase, atribuida a Darío Echandía: “En Colombia no hay nada más respetable que una larga impunidad”.
