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Puede ser una pregunta menos filosófica que de carácter político: ¿Cómo es que unos cuantos privilegiados, una minoría de gentes de bolsillo gordo, domina a millones? ¿Qué es lo que les dan de tomar a tantos para que acepten su condición de obedientes, de buenos cumplidores del deber, pero, más que eso, de pobres de solemnidad? La pandemia planetaria acabó de imponer, en especial en Colombia, el mando absoluto de un grupúsculo, en el que confluyen banqueros, representantes de transnacionales, políticos al servicio del poder internacional y también lacayos de botas lustrosas.
La pregunta sigue ampliándose. ¿Cómo es posible que una facción, una élite insignificante en número, sea capaz de mantener el dominio sobre tantísimos despojados?
El historiador argentino Eduardo Sartelli se planteaba una inquietud similar: “En primer lugar, debemos anotar que el dominio político de esos pocos se corresponde con su dominio económico: ese puñado de individuos concentra en sus manos el conjunto de los medios materiales con los que se produce y reproduce la vida misma”.
Son dueños hasta del aire. Y cuando quieren pueden arrasar con páramos. Privatizar aguas y energía. Sofocar a placer cualquier intento de desobediencia. A veces, usan la soldadesca. O a los antimotines. O, quizá con más sutileza, se dejan venir con reformas que exprimen el tuétano ya agotado de los que están bajo la férula y las garras de los gerifaltes. Aplastar, cuando se requiere, como quien mata un gusano. Sofocar, con mecanismos que pueden aumentar hambrunas y enflaquecer al que ya sufre de pisoteos y carencias a granel.
“Ninguna clase podrá ejercer su dominio si las clases explotadas no se vieran limitadas materialmente a la hora de organizar su propio poder”, agrega Sartelli. Se busca, desde arriba, con toda la información (o desinformación) y otros dispositivos de poder, de tener “ocupado” al trabajador en cómo alimentar su prole. De agotarlo hasta el cansancio. Y de hacerle creer que está hecho para ser pastoreado. No para erigirse con posibilidades de crear nuevas relaciones sociales. Se hace pensar que toda esa inmensa mayoría (incluidos desempleados y trabajadores informales, que en Colombia son legión) requiere estar bajo la férula de la autoridad, de los de arriba.
Y así entonces, como bien anota el precitado historiador, los mandantes, los dueños del balón, saben cómo establecer y promover “antídotos contra la rebelión”. De tal modo, que es común que los que tienen la sartén por el mango dispongan de voceros (en emisoras, revistas, periódicos, noticiarios de tv, etc.) que dicen: “¡cuidado con los rojos!” “¡ojo con los promotores de desórdenes!” “¡aléjense de las ovejas negras!” …
Los dominadores urden tretas y mañas. Hay que mantener aislados a los sometidos. Que ni se comuniquen. Y saben que se puede ejercer el dominio con la ayuda de mecanismos ideológicos (no solo represivos, sino de naturaleza sutil). Pretenden que, como en un aforismo kafkiano, el siervo se crea amo, y así entonces no se requerirá el azote (se evita la intervención policial, en fin): “El animal le arrebata el látigo al amo y se azota a sí mismo para ser amo, sin saber que eso no es más que una fantasía que se genera cuando en la correa del látigo del amo se ha formado un nuevo nudo”.
La pandemia parece haber aplastado la acción. Apestó los rituales de la protesta, del decir “¡No!” a la injusticia. El poder, engreído y cruel, se ha aprovechado de la situación en la que la mayoría de los habitantes sufren desolaciones, muertes de allegados, la miseria y las hambrunas. El aplastante neoliberalismo, y en casos como Colombia aupadas medidas antipopulares por la OCDE y la banca internacional, da la impresión de cabalgar a placer en medio de la desazón de los desposeídos.
“La guerra contra el virus hace que se recrudezca la lucha por sobrevivir. El virus convierte el mundo en una cuarentena en la que la vida se anquilosa por completo, convertida en supervivencia”, dice el filósofo surcoreano-alemán Byung-Chul Han. Y, en efecto, ante la aplastante presencia de la peste, los pobres del mundo, y, en particular, los colombianos, solo tienen fuerzas para una sobrevivencia atroz y sin paisajes.
Sin embargo, en medio de tantas desolaciones, y de un poder despótico que pretende imponer una reforma tributaria contra los pobres, para vampirizarlos y chuparles las últimas gotas de sangre que les queda, las voces de repudio (tal vez pocas todavía) se van conectando. Y la marea subirá. Y aumentará el caudal de la protesta. No puede durar tanto esa especie de resignación impuesta desde arriba, a veces con astucias y, las más de las ocasiones, con abierta represión y mecanismos antidemocráticos.
Esperamos que crezca el grito de “¡No pasarán!”. Y que el látigo se vuelva contra los verdugos.
Aviso funerario. Lamentamos la muerte de don Javier Arboleda, uno de los fundadores del Centro de Historia de Bello. Honor a su memoria.
