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Sombrero de mago

El milagroso Carolo

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Reinaldo Spitaletta
03 de agosto de 2021 - 02:59 a. m.
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En los años cuarenta a Medellín se le tildó como la sucursal de Sodoma y Gomorra, por las nueve zonas de prostitución que tenía. Una paradoja este panorama de salacidad en una ciudad, además de industrial, muy conservadora y pacata. Eran tiempos de predominio de sotanas, juntas de censura de espectáculos y otras dobleces. En los sesenta, cuando ya había unos muchachos bullosos que asustaban beatas y santurrones, pisoteaban hostias y escribían poemas, la parroquia se calentó.

En medio de las chimeneas fabriles y los avisos de neón (incluidos los de algunas empresas en las colinas de Medellín), se tugurizó buena parte de la ciudad. La Violencia había enviado a muchos desterrados del campo a poblar las ciudades. Y una de esos destinos fue la “ciudad de las flores” (tenía entonces la orquídea como símbolo), de la “eterna primavera” (un eslogan de turismo) y los talleres.

De las sotanas retrógradas se pasó a las de una visión social, las de los que habían elegido la “opción por los pobres”. Y así, los sacerdotes de Golconda, una expresión colombiana de la Teología de la Liberación, ayudaron a forjar barriadas espontáneas, como fue el caso del padre Vicente Mejía. La reunión del Celam en Medellín, en 1968, mostró los polos de una iglesia conservadora y de otra de avanzada, con discursos de izquierda.

Los setenta advinieron con manifestaciones callejeras universitarias, cual ecos del mayo parisino del 68, porque, a lo Julio Flórez, “todo nos llega tarde…”. Y en esas lizas estudiantiles, en las que ya sobresalían líderes como Jesús María Valle, también se fue configurando la de un pelado que se iba a destacar en la contracultura urbana del rock y el hippismo, y que en las marchas, arrojaba bombas molotov contra la policía: el joven Gonzalo Caro, alias Carolo, el mismo que en el año de las grandes gestas de estudiantes en Colombia, 1971, organizó en la ciudad más goda del país el Festival de Ancón, una especie de réplica a la criolla del Woodstock de 1969.

Carolo se murió cincuenta años después de su obra magna, la del festival rockero y de jipis adoradores de la maracachafa, la paz y el amor, la melena revuelta, barbudos y de viajes con ácido lisérgico y cacao sabanero. Medellín, la de camándula y trisagios, la que era alborotada por los desfiles, protestas, pedreas de estudiantes universitarios, y todavía mantenía la “clasificación moral de las películas”, en la que se diferenciaba cuáles eran aptas para católicos y cuáles eran materia de perversión y pecado, vivió durante tres días (18, 19 y 20 de junio de 1971) en el Ancón sur, unas jornadas locas y perturbadoras.

Para algunos, como el mismo Carolo, forjador del festival, se trató de un “quiebre histórico”, un reto a la tradición, una provocación juvenil a la hipocresía y los valores tradicionales. Periódicos conservadores, como El Colombiano, editorializaron diciendo que era un “festival de la delincuencia”, al tiempo que sacerdotes como Fernando Gómez Mejía, el de la sonada Hora Católica, se rasgaba su sotana al decir que aquella aglomeración infernal era un evento de depravación e inmoralidad.

Las voces en contra del festival atrajeron más a los noveleros y esnobistas. Y produjeron una presencia de miles de personas en el parque, en el que hubo desnudeces, trabas, música, vuelos sicodélicos, marihuana y grupos musicales que no solo se cambiaban de indumentaria sino de nombre para transmitir una hipnótica sensación de que eran muchas bandas las que allí actuaban. Y en medio de aquel frenesí, Carolo se erigió como una suerte de astro, al que unos calificaban de proimperialista, otros de “hippie asqueroso corruptor de muchachos”, y otros más como un ángel rebelde que fue capaz, sin querer o queriendo, de “tumbar” dos alcaldes de Medellín.

Uno, cuando Carolo era estudiante de Economía en la U. de A, Ignacio Vélez Escobar, y el otro, el que concedió la autorización del festival, Álvaro Villegas Moreno, entonces de 35 años, sobre el cual cayeron rayos y centellas de la prensa, los industriales, la Iglesia y todos los que en Medellín hacía parte de la “godarria”. Valga decir que el “alcalde hippie”, como calificaron a Villegas, era un conservador, a lo mejor un poco menos que los denominados liberales (“pa’ godos, los liberales de Rionegro”, se ha dicho por estas tierras).

Carolo, un tipo afable, de una visión social solidaria, que realizó además del célebre Ancón, festivales de mascotas, era un personaje novelesco. Era, como dicen las señoras, un hombre bueno. Tanto que se espera que ascienda a los altares, como ya empieza a hablarse de su beatificación. Catador de marihuana en Holanda y vistoso animador de la contracultura en Medellín, donde publicó la revista El Pellizco. Cincuenta años después de su hazaña de Ancón, se murió el hippie que escandalizó e hizo temblar una aldea fabril (y febril), que, pese a todo, por aquellos años todavía era un pueblo “feliz”.

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jairo(7137)04 de agosto de 2021 - 02:47 a. m.
Y el matarife seguro todavía estaba en salgar por esas calendas.
Eduardo(66587)04 de agosto de 2021 - 01:32 a. m.
Genial Reinaldo!!!
Alberto(3788)04 de agosto de 2021 - 12:28 a. m.
Maravilloso recuento, grata lectura. Aunque soy de generación posterior y de otra región, suscribo, Carolo debe ascender a los altares. Gracias, Reinaldo Spitaletta.
Libardo(10892)03 de agosto de 2021 - 10:34 p. m.
Esperemos que esa rebeldía, sin necesidad de llegar a los extremos, esté latente no solo en los jóvenes antioqueños sino los de todo el país, para modificar las estructuras caducas, las líneas de autoridad castradoras y, sobre todo, la erradicación de la hipocresía, cobija que arropa a todos los auténticos vándalos: politiqueros, los de la app de la corrupción, los guerreristas y demás conocidos
Arturo(82083)03 de agosto de 2021 - 10:22 p. m.
Poco o nada que agregar a tan amana e interesante columna, salvo una pequeña acotacion. Hasta donde tenia entendido, quien acuño la frase: "todo nos llega tarde, hasta la muerte" fue Eduardo Zalamea
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