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El milonguero Borges

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Reinaldo Spitaletta
14 de junio de 2016 - 02:00 a. m.
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Borges, que se murió hace treinta años en un junio gardeliano (o borgiano), no es, no fue, como se suele saber, un hombre de tango.

Y, al decir del poeta Ricardo Ostuni, quienes pretendan ver en él a uno de ellos, se llevarán un palmo de narices. Era un hombre de la literatura (de la vasta literatura), un ser admirado, también vilipendiado, que se erigió sin proponérselo como un mito de la argentinidad, asunto que le hubiera podido ocasionar una gran insatisfacción y un desacuerdo.

En la obra del autor de El Aleph, el tango no es una preocupación primordial. Es más, mantuvo con el género una relación a veces de enemistad, de hondos cuestionamientos, y, en otras, una suerte de amor indócil. Como fuera, en sus creaciones el tango está presente en varios de sus más representativos libros, de modo explícito e implícito. Y aparece como “una epopeya del coraje”, de cuchilleros y compadritos idealizados, como “una canción de gesta perdida en sórdidas noticias policiales”.

Los primigenios avatares del gotán ya se manifestaban a fines del siglo XIX, en cuyo último año nació el que para muchos es el más importante escritor en lengua castellana después de Cervantes. O por encima de este, diría un radical. Ya habían aparecido tangos tan emblemáticos en la historia como El talar (1895), El entrerriano, de Rosendo Mendizábal (1897) y Don Juan (1898, de Ernesto Ponzio). En 1899 (año del alumbramiento borgiano), el compositor Manuel Campoamor se fajaba con un tango dedicado a un héroe nacional, a Juan Bautista Cabral, el sargento.

Borges, el de la infancia en Palermo, se crió en un jardín, tras las rejas de su casa, en un mundo interior. En la escuela, adonde lo mandaban de cuellito rígido y corbata, le hacían matoneo los condiscípulos: “me intimidaban los chicos pobres y me enseñaban con desdén el lunfardo básico de aquellos años; no dejaba de sorprenderme que en casa no me hubieran instruido en las voces más comunes del habla”, le dijo una vez a un periodista.

El Palermo del cuchillo y de la guitarra andaba, por aquellos tiempos, en las afueras. Y el muchacho Borges, en los adentros, acompañado de una enorme biblioteca familiar, leyendo. Pero con la intuición del suburbio y de las peripecias del exterior. La adolescencia la pasó en Europa y a su retorno a Buenos Aires, en 1921, había un mundo por recuperar y descubrir. Su Fervor de Buenos Aires es una muestra del estupor que le causó el regreso “con los naipes de colores del poniente”.

Con el poeta popular Evaristo Carriego descubrirá el alma del suburbio. Y entonces, para Borges, el tango, que tuvo un nacimiento heroico, se tornó sensiblero. Para él, la milonga seguía siendo una conexión con lo épico, con los guapos y sus enfrentamientos. El tango (al que los italianos le agregaron el lamento), era valeroso y corajudo, pero se convierte en una desventura, según la apreciación borgiana. Para él, la milonga era lo combativo; el tango, lo sentimental.

Para Borges, las milongas y los tangos de la guardia vieja eran una exaltación de la pelea como fiesta, del camorrismo y la definición de guapuras. Vio a Gardel como “un ciclista que se aleja rápidamente, saludando con la mano”, y en los nuevos tangos, un “repertorio del fracaso”. Pero, en otros momentos, elogió al Zorzal Criollo, del que dijo que tenía una lágrima en la voz. En el tango, asimismo, creyó vislumbrar el advenimiento de una utopía: la de querer vencer el tiempo.

Más que en sus declaraciones de prensa, que por lo demás están llenas de humor negro y “boutades”, el tango está en sus poemas, en varios de sus cuentos, en los ocasos amarillos, en el recuerdo imposible de “haber muerto peleando en una esquina del suburbio”. Y vio en él una misión: “dar a los argentinos la certidumbre de haber sido valientes”, de haber cumplido con las exigencias del valor y del honor.

La de Borges con el tango es una relación de amores y desafectos. Supo que en los temas del género están el goce carnal, la ira, el desamor, la felicidad, las intrigas, la traición, el miedo… y de sus letras pudo decir que forman “una inconexa y vasta comedia humana de la vida de Buenos Aires”. Para el milonguero Borges, “esa ráfaga, el tango, esa diablura…”, pertenece a una incierta región en la que el ayer “pudiera ser el Hoy, el Aún y el Todavía”. 

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