El Monstruo y otros “monstricos”

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Reinaldo Spitaletta
01 de agosto de 2017 - 02:00 a. m.
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En los días de oprobio de la dictadura del Monstruo, se establecieron en Colombia las juntas de censura de libros, espectáculos musicales, cines, periódicos y otros eventos. Las libertades de información, prensa y expresión se restringieron. La libertad de pensamiento se oscureció, tanto, que, por ejemplo, escritores como Jorge Zalamea se fueron del país, en un “melancólico y voluntario” exilio. Este escribió y publicó en Buenos Aires una obra, una especie de símbolo contra la opresión y la antidemocracia: El gran Burundún Burundá ha muerto.

En Medellín, valga la mención, que durante buena parte del siglo XX tuvo un modelo empresarial ligado a la Iglesia en el control cuasiabsoluto de las conductas de los obreros, se instalaron antes, durante y después de la presencia nefasta del Monstruo dietas literarias (qué puede leer un obrero católico) y las horrendas juntas que supervisaban antes de sus presentaciones cine, teatro, operetas, zarzuelas y hasta las cartillas escolares. Toda una inquisición.

Por las décadas del 40 y 50, cuando en una ciudad segregacionista (una actitud que era ejercida por las élites) como Medellín, las músicas populares, sobre todo el bolero y las procedentes del Caribe, habían trastocado el temor por el cuerpo, la pudibundez, las hipocresías en torno a los contactos, el baile se erigió como parte de la festividad y goce de los antioqueños de todas las clases sociales. Unos lo hacían en sus exclusivos clubes privados. Otros, en cantinas, prostíbulos y residencias.

En los 50, cuando la ciudad observaba los flujos de desplazados por la violencia liberal-conservadora, Medellín era ya una urbe en la que convivían las expresiones de religiosidad con el ejercicio de la prostitución a granel. Había nueve zonas de tolerancia, de las que el gobierno local también se lucraba con impuestos y hasta con campañas moralizantes. En pleno gobierno del Monstruo (o el Innombrable), a un alcalde de la Ciudad de la Eterna Primavera le dio por decretar que todas las zonas de las “mujeres de vida alegre” se trasladaran a un solo lugar (el barrio Antioquia).

Y mientras en los periódicos, en particular los conservadores, aparecía la “Clasificación moral de las películas”, que un curita se las veía todas y las catalogaba, quizá persignándose o haciéndose baños fríos para evitar tentaciones, el arzobispo de la ciudad proscribía el mambo, por inmoral. Mi tío Marcelino, que de las dulzuras del infierno goce (¿o serán las del cielo?), era un eximio bailarín de las piezas de Pérez Prado en el muy contento y tumultuario sector de Guayaquil. El hombre parecía representar la lucha entre las libertades personales y la limitación que de ellas hacían Iglesia y Gobierno.

Aquellos días del Monstruo, de fuego y sangre en Colombia, y cuyas secuelas no terminan aún, de censuras e irrespetos a las libertades públicas, han revivido en posteriores calendas. A un columnista de “imaginación alborotada” y que tenía el humor como arma clave para joder al poder, un presidente, “mamado” de sus burlas inteligentes y certeras, le hizo matoneo y movió influencias para que lo sacaran de un periódico. Y ni desglosar ahora los días de “operaciones rastrillo” y persecución a los que disentían del gobierno como los vividos con el Estatuto de Seguridad.

Desde los tiempos en que ser liberal era pecado hasta los muy recientes del nuevo macartismo nacional que oscila entre pataletas contra una presunta doctrina “castrochavista” y la de ver “comunistas disfrazados” (cuando no “guerrilleros en traje de civil”) en todas partes, los atentados contra la libertad de pensamiento y expresión en el país han sido indigesta dieta diaria. Y las actitudes perversas como las del antiguo Innombrable persisten en la cotidianidad política, o, más bien, politiquera, de los dueños del poder.

Decía Zalamea en su obra que ni él mismo sabía si era panfleto, poema o relato, en ese híbrido sonoro y desconcertante, que “los grandes reformadores suelen ser hijos de sus propios vicios”. Las “reformas” del Monstruo consistían en mantener cerrado el Congreso (clausurado, amordazado por su antecesor) y atacar todo lo que le sonara a asuntos distintos a su fascismo criollo. Nadie puede pensar distinto. Nadie puede discordar. No hay lugar para la deliberación y la divergencia civilizada.

De esos monstruos, o monstricos, ha habido otros en Colombia. Les gustaría que no hubiera pensamientos diferentes a los suyos. O, como lo acarician en lo más hondo de sus almas (¿acaso las tendrán?), que la libertad fuera solo un derecho de ellos. Los demás deben ser sus esclavos, acólitos y sirvientes. ¿Nombrarlos? Para qué. Son, como decía Shakespeare, tiranos “cuyo solo nombre ampolla nuestras lenguas”.

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