Un recuerdo feliz de un muro es el de un cuento de H.G. Wells en el que un chico, tras atravesar una puerta verde, encuentra un mundo de ensoñaciones, con panteras moteadas, enredaderas de Virginia, niñas rubicundas y todo lo que un niño podía tener como compañía para estar contento.
Es una suerte de paraíso perdido e irrecuperable, concebido por el autor inglés en tiempos en que ya en el mundo las horribles ideas de campos de concentración estaban en boga.
A diferencia del diseñado por el escritor de La guerra de los mundos, los muros del siglo XX (bueno, son también una larga continuación de antiguos muros para la contención de los denominados bárbaros, para la exclusión y las infamias contra los que el poder considera enemigos) se erigen para la práctica de la discriminación y la nueva barbarie.
En las concepciones principescas o, de otra manera, de los que se creen dueños del mundo, las barreras físicas se yerguen contra los apestados. O, en una maniquea visión del orbe, para separar a los “buenos” de los “malos”. Como una estrambótica higiene que clasifica y distribuye. Los de allá, los de ese otro ámbito (y que, como en una novela de Buzzati, puede que nunca arriben con su invasión), sobre los que se cree llegarán a contaminar.
El fascismo, una negación del hombre, de sus derechos, creó horripilantes distanciamientos. Detrás de los muros y alambradas de los campos de concentración y exterminio, abatió la razón y destruyó las últimas expresiones de la ilustración y el pensamiento liberal. En las cámaras de gas, en los hornos crematorios, en los modos infrahumanos de tratar a los otros, perecieron los principios de la civilización y la convivencia pacífica.
Tantos muros surgidos después de las dos guerras mundiales, de la guerra civil española, de los establecidos por Israel contra los palestinos, el de Berlín, y los otros muchos, más simbólicos, entre los países ricos y los que por sus riquezas los han expoliado hasta convertirlos en desecho, son parte del triunfo atroz de la incivilidad y los atropellos contra las libertades individuales y colectivas.
“Quemar libros y erigir fortificaciones es tarea común de los príncipes”, dice Borges en La muralla y los libros. En La construcción de la muralla china, Kafka plantea una angustia tremenda: la concepción de un muro infinito para impedir la entrada de pueblos que nadie había visto ni verían jamás. El emperador quería construirla, quizá para memoria de su paso terrenal. O, mirado desde otro minarete, para testimoniar días de infamia y de obnubilación del poder.
Ahora, el nuevo príncipe gringo, alimentador de redes sociales, al que han llamado desde mequetrefe y majadero hasta neofascista y reencarnación hitleriana, ha suscrito su promesa electoral de construir un muro entre México y los Estados Unidos. Su actitud (propia de la fatuidad de los magnates) puede indicar que es un inseguro, un ser lleno de miedos y perturbaciones. Y, claro, un arrogante. Ha dicho que el muro de 3.100 kilómetros lo pagará México, al que le cobrará en especie. Un chiste dice que si los mexicanos dejan de enviar cocaína por dos meses, el muro se caerá solito. Ni lo comenzará el nuevo “mesías”.
La construcción del muro podría darle otra vez lustre a la albañilería, en particular a la mexicana. O tornarse en atracción turística. O, en el caso improbable de que sus constructores sean compañías colombianas, el muro se quedaría en promesa. El muro Trump también podría darle trabajito a alguna transnacional del ramo, como las que se han especializado en construirlos en África o en Gaza.
En todo caso, el muro del troglodita multimillonario no tiene pierde. Si lo erigen, quizá las trompetas de los mariachis mexicanos lo derriben, reviviendo la bíblica gesta jericoana de Josué y sus muchachos. Y si lo levantan, será una muestra más de la discriminación, el desprecio hacia otros pueblos, la demagogia y el populismo de un patán que alborota a la galería gringoide.
Puede ser, también, que esperando las invasiones bárbaras, las de los habitantes del sur del Río Grande, el príncipe envejezca y se marchite. “El que espera se va porque el que viene no llega”, le podría decir un escritor checo al oído del muralista.
O como la cantara Constantino Cavafis: “Porque la noche está aquí pero los bárbaros no han llegado. / Algunas personas llegaron desde las fronteras, /
y dijeron que ya no quedan bárbaros. / ¿Y qué será de nosotros ahora sin los bárbaros? / Esa gente era una especie de solución”.