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El Nobel Varguitas

Reinaldo Spitaletta

11 de octubre de 2010 - 03:38 p. m.

Cuando Samuel Beckett se enteró por teléfono que se acaba de ganar el Premio Nobel de Literatura, en 1969, declaró alterado: “¡Dios mío, qué desastre!”. Cuando Mario Vargas Llosa escuchó al secretario de la Academia Sueca que le daba la noticia, lo primero que pasó por su mente fue la broma de mal gusto que le habían hecho, hace años, al escritor italiano Alberto Moravia.

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En efecto, el notable autor de El conformista, El desprecio y La romana, entre otras obras, había creído en la llamada impostora que alguien había hecho a nombre de la Academia y se llevó un palmo de narices. Por eso –según dijo-, Vargas Llosa esperó los catorce minutos que según el secretario tardaría la noticia en revelarse. “La puede escuchar en radio, internet y televisión”, le dijo.

En 1976, por ejemplo, el rumor engordaba con la advertencia de que Jorge Luis Borges sería el ganador ese año. Desde mayo se daba por descontado que el Nobel sería para él. Sin embargo, resultó galardonado el escritor norteamericano Saul Bellow. Se dijo entonces en los corrillos que no se lo habían entregado a Borges por sus elogios a Augusto Pinochet, a quien además le dijo: “En Argentina, Chile y Uruguay se están salvando la libertad y el orden”.

Claro que las declaraciones políticas borgeanas nada tenían que ver con su colosal literatura, pero se ha dicho que el Nobel (así como otros premios) a veces está conectado con la política, como cuando la Academia se lo dio a Winston Churchill, en una desatinada decisión. Borges siguió sonando cada año, pero jamás se lo concedieron. Lo que también llevó a muchos a decir que en rigor el perdedor era el Premio Nobel que no pudo ganarse a Borges.

También se ha dicho, de otra parte, que grandes escritores del siglo XX jamás se ganaron el Nobel, así como a otros que resultaron homenajeados con él ya no los recuerda nadie. Por ejemplo, a Sully Proudhomme o Teodoro Mommsen. Sin embargo, se sigue leyendo a Proust, Joyce, Kafka (aunque muchas de sus obras fueron conocidas después de muerto), Tolstoi, Graham Green y Hermann Broch, que no lo obtuvieron.

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Volviendo a Vargas Llosa, un tipo hecho de literatura y un obrero de la misma, el Nobel hace justicia. Sí, puede que cueste aislar al creador de perturbadoras ficciones de sus posiciones políticas (y hasta politiqueras), o de sus desventuradas columnas sobre Irak, por ejemplo. Pero no hay duda de su entrega y dedicación a la narrativa, a la ensayística. Son imprescindibles Conversación en la catedral, La casa verde, La ciudad y los perros, así como Historia de un deicidio y La orgía perpetua.

Borges, que era un extraordinario “mamagallista”, tal vez se estaba burlando de Pinochet cuando le dijo que era “un honor inmerecido ser recibido por usted”, pero, como bien lo advirtió García Márquez (otro mamagallista) en una de sus célebres notas de prensa, “los suecos no entienden el sentido del humor porteño”. Ahora, la Academia parece haber deslindado el asunto de política y literatura, y le concedió el honor a un gran narrador latinoamericano.

En una hermosa nota titulada Catorce minutos de reflexión, Vargas Llosa cuenta en qué pensó antes de ver en el aire la confirmación de la noticia del Nobel. Se acordó, por ejemplo, de Los veinte poemas de amor, de Pablo Neruda (también Nobel), que su mamá le había prohibido leer y que fue el primer libro prohibido que él leyó; de varios de sus tíos; del estreno de su “obrita” teatral La huida del Inca y de Ruth Rojas, la “vestal de la obra, de la que yo estaba enamorado en secreto”.

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Vargas Llosa, que en 1958 siguió el consejo de su tío Lucho de dedicarse a la literatura y no al derecho, y después de tantos otros reconocimientos, comprobó con el Nobel, que la vida es más rica y más intensa y más libre a través de la ficción. Y a esa vida de mentiras verdaderas ha trasladado a tantos lectores. Enhorabuena.

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