Una estampa muestra a leones y tigres y monos y gallinas y patos recorriendo las nuevas jaulas en las que están confinados los humanos. Otro zoológico con cambio de punto de vista. La jirafa parece esbozar una alta sonrisa al observar, tras las rejas, a muchachos y señoras que, aferrados a los barrotes, ven con estupor a los curiosos animales. La peste de ayer asoló ciudades; la de hoy, que es, además, una suerte de metáfora de la fragilidad humana, configura la construcción de un nuevo panóptico, en el que el vigilante puede terminar contagiado.
Lo que se ha denominado en otros ámbitos como la casa por cárcel, es ahora la casa como salvación, como lugar de escape a una pandemia de alta velocidad de propagación que se ha tomado el mundo y lo ha puesto patas arriba. Es lo doméstico prevaleciendo frente a la cada vez menos clara categoría de lo público. Es la ciudad erigida en un espacio que ya ciertas doctrinas habían comenzado a segregar. Ni siquiera esos territorios, pensados para evitar pobres y mendigos, los clubes exclusivos, las burbujas, han podido escapar a la orden de guarecerse en el lar. Los antiguos dioses del hogar han resucitado.
El coronavirus, que también hace parte del juego político, de la visión orgánica de los poderes, ha devuelto, al menos en teoría, la importancia de los mecanismos adecuados para preservar la salud pública. Los pensamientos sobre ya no solo la vulnerabilidad humana, sino acerca de la complejidad de la sobrevivencia, están en boga. Quizá sea una ocasión para pensar cómo el trabajo, como sucede, por ejemplo, con Gregorio Samsa en La metamorfosis, puede ser una carga de alienaciones. La gran desgracia que, por encima de otros absurdos, agobia a Joseph K., el personaje central de El proceso, es su conexión laboral con un banco.
El coronavirus, que igual puede matar a un extemporáneo marqués español como a un cantante italiano, que no discrimina entre un alcalde y un estibador, nos ha puesto a evaluar las facultades de la palabra, de las historias, como bien lo supo Scheerezada o como lo practican los contadores de relatos de El Decamerón. Y así como calibra la capacidad o incapacidad de los gobernantes, evidencia los grados de cultura o incultura de los pueblos, de las élites, de los marginados y de los que gozan de privilegios.
Las pestes sacan a flote las crisis. Es decir, esos períodos en que todavía lo viejo no se ha muerto ni lo nuevo ha acabado de nacer, como lo vería algún poeta. Dan cuenta del lugar, el país, la nación que se habita; cuál es su grado de desarrollo o atraso; cuál la idoneidad de los que gobiernan (o desgobiernan) o cuál es su auténtica catadura de ineptos. Más que ocultar, revelan. Miden la cojera, las vacilaciones y ansiedades del poder.
El confinamiento forzoso, visto con ojos orientales, puede ser una oportunidad. Sí, para acercarnos a los grandes compositores, a los autores clásicos, a las sonoridades de la poesía, al aliento del cine-arte. Y, sin tantas pretensiones, al ejercicio de la conversación doméstica, al ir y venir de historias. Puede ser la ocasión propicia para leer en voz alta, convocar los antiguos espíritus protectores de la casa y mirar la soledad de las calles a través de ventanas y balcones.
Es un corte de la cotidianidad. O, por qué no, una ruptura con el hacer siempre lo mismo. Es, por qué no, una posibilidad de darnos cuenta en qué consiste la servidumbre voluntaria, el sometimiento, las imposiciones de afuera. Quizás ese acercamiento con nosotros mismos nos dé una visión universal, una panorámica de las miserias y virtudes del mundo. Nos puede volver más escépticos, que ya es una bondad. Más críticos de las palabras de los que siempre han dicho mentiras, que son las que emite el poder, y más cerca de las creaciones imperecederas de pensadores, científicos, artistas.
El gran humanista del Renacimiento, Michel de Montaigne, el inventor del ensayo, advertía que la ignorancia era la fuente de todo mal. El confinamiento o cuarentena (que también tiene imposiciones, órdenes, estado de sitio, toque de queda, decretos, vigilancias…) puede ser una fuente de nuevas experiencias, de búsquedas y cuestionamientos. Es más: una manera de conocer la esencia del gobernante. Uno de estos que no acierte en esta crisis, quedará desnudo, como el emperador del cuento.
Los virus, las pandemias, las epidemias, dan referencia de las debilidades humanas y pueden ser pábulo para entender que, en el concierto infinito del universo, el hombre es solo eso: “cosa vana, variable y ondeante”. Así que la distópica estampa del principio puede tornarse cierta: somos objetivo de la curiosidad —sin vindictas ni maldades ni prejuicios— de los animales. El nuevo zoológico está en marcha.