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El pueblo aprende y enseña

Reinaldo Spitaletta

24 de mayo de 2021 - 10:00 p. m.

¿Es acumulativa la indignación? En los últimos veinte años, se han desaforado los mandamases contra los derechos conquistados por los trabajadores en denodadas batallas. ¿O no sirve como ejemplo la cabalgata de asedios y despojos durante el gobierno de Uribe? Póngale no más en qué quedaron las cesantías y las horas extras, con las reformas laborales que, con el bulo de creación de puestos de empleo, sumió a los laburantes en una dieta de hambres y envileció sus condiciones de vida.

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Es probable que las privatizaciones (por ejemplo, la de Telecom), la promoción de la parapolítica, las amenazas a organizaciones no gubernamentales, el macartismo recurrente de señalar como “comunistas”, “guerrilleros de civil”, a los que expresaban desacuerdos y visiones contrarias a la politiquería oficial, hayan minado en determinados momentos la capacidad de la contestación popular.

Y hay que sumar los “articulitos” para la reelección, la repartija de gabelas (notarías, por ejemplo) para amparar la “yidispolítica” y el efecto “Teodolindo”; y las acusaciones para los que disentían del autoritarismo y su “seguridad democrática”, que ya sabemos sobre sus resultados ominosos, como los “falsos positivos” o crímenes de estado. Y un extenso catálogo que contempla corruptelas, nuevas privatizaciones, entrega de los recursos naturales a corporaciones, desafueros contra el trabajador…

Había un emperadorcito. El mismo que decía quién debía sucederlo. Cuál debería seguir siendo la línea de sumisión frente a los dictados de Washington (en la invasión gringa a Irak, el acólito ofreció su apoyo al agresor), frente a las bases militares estadounidenses en Colombia, sobre cómo hacer más ricos a los poderosos y más pobres a los desahuciados de la fortuna. Cómo postrarse ante los tratados de libre comercio y cómo erigir un país con los índices de mayor inequidad en el continente.

Se iban acumulando motivos. Como los del lobo: “¡Es duro el invierno, y es horrible el hambre!”. Y hubo momentos, de hace un tiempo, en que pararon los cafeteros y los camioneros, y los indígenas se manifestaron. Pero siguieron los abusos. Y, además de medidas oficiales que en nada favorecían a los desamparados, se iban minando las protestas con asesinatos de líderes sociales, con la extensión territorial para bandas criminales y con una especie de burla gubernamental frente a las necesidades básicas de desempleados, en medio de un proceso de desindustrialización, de empobrecimiento en el campo, de limitación de mercados para productos de la tierra (como sucedió, por ejemplo, con los paperos).

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Cómo no iban existir suficientes razones para la repulsa y para dejar atrás el debilitamiento de quienes sufrían la mengua de sus alimentos, de sus empleos, de sus escasas posibilidades de ingresar a la universidad, de sus dificultades para acceder a los sistemas de salud, privatizados y convertidos en una fuente de pingües plusvalías de unos cuantos.

Antes de la pandemia ya había una sumatoria de motivaciones para una descarga masiva de la indignación; conciencia de no admitir de modo pasivo las agresiones implícitas en reformas, como la tributaria, por ejemplo. Pero fue en medio de uno de los picos de la peste cuando ya era imposible aguantar tantas humillaciones y despropósitos gubernamentales.

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No solo eran los huevos devaluados de un ministro prepotente, sino una serie de comportamientos dictatoriales, de absoluto desprecio del gobierno por los que no estaban dentro de la “civilizada” categoría de “gente de bien”. En septiembre de 2020 se había desatado la furia popular ante los atropellos policiales —cuando aún estaba fresca la sangre de víctimas como Dilan Cruz (símbolo de las jornadas de fines de 2019)— por el crimen de Javier Ordóñez; lo que advino a partir del 28 de abril pasado era, seguro, inconcebible para un gobierno despótico como el de Duque y su ventrílocuo, el “príncipe de las tinieblas”.

Por supuesto, es posible que la indignación se acumule, crezca con la levadura de las necesidades y las carencias. Que se represe un tiempo, como sucede con determinados fenómenos naturales. Y estalle cual volcán o como una borrasca. Y así ha sido. Ni siquiera los señalamientos oficiosos y malintencionados del gobierno con los miles y miles de manifestantes, a los que ha tildado de terroristas, vándalos, delincuentes y un sartal de calificativos calumniosos más, han podido disminuir la fuerza de un movimiento de magnífica participación popular.

Más bien, en la medida de su audacia y creatividad, el paro nacional ha crecido hasta hacer renunciar al minhacienda y tumbarle su reforma tributaria, echar a pique la bárbara reforma a la salud, poner a hablar barrabasadas en inglés al hombre que en reciente entrevista llamaron “títere” y evidenciar ante el mundo la represión desatada, con más de cuarenta muertos, heridos, desaparecidos y “gente de bien” disparándole a la minga y a los estudiantes.

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Como en un poema de Bertolt Brecht, aquí ya el pueblo pregunta, no se deja convencer, apunta con el dedo a cada cosa y ha aprendido a decir “¿y esto, por qué?”.

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