Ese día, del cual no quisiera acordarme, la sangre no llovió boca arriba, hacia el cielo (¡ay!, Miguel Hernández). Llovió hacia el mar.
Era abril de 1988 y yo iba siguiendo el rastro de la sangre sobre la tierra, gotas aquí, un charquito allá, moscas, huellas de botas, un rumor de muerte que me electrizaba los pies. De pronto, una imagen: una señora pálida, con un atado a la espalda, venía de frente, los ojos de espanto, dolidos. Aterrados. No esperó a que le preguntara nada.
La mujer, tal vez de unos cuarenta años, aceleró al verme, pasó a mi lado y (ahí en ese punto sí entendí aquel lugar común: “como alma que lleva el diablo”) se alejó a la velocidad que más pudieron dar sus pasos que querían huir de la muerte. Llegué a una construcción, a orilla del camino. Eran dos salones: uno de ellos, vacío. El otro, con algunos pupitres, y en el tablero verde pizarra, escritas con tiza blanca, danzaban las vocales y la palabra “mamá”.
La sangre persistía sobre la tierra, al frente de la escuelita, y continuaba. El paisaje era de soledades. De pronto, como surgiendo de la nada, otra señora con dos niños, bulticos de ropa a la espalda, y puro silencio. No me contestaron nada. Me miraron con sorpresa, tal vez con temor, y prosiguieron su caminar, que no era otro que el de la huida.
El camino de la sangre se interrumpía. Y yo en la dolorosa soledad, con una libreta de apuntes, sin saber para dónde seguir. Caminé no sé cuántos metros y la sangre tornó a aparecer sobre la tierra triste. Sangre reseca, roja oscura. Pensé que esas huellas querían hablarme, contarme una historia, darme pistas sobre cuántos fueron los muertos, cuántos los asesinos.
Apareció, junto a mis pies, un charco: era más sangre, pútrida, su hedor no se despegó de mí durante mucho tiempo. ¿De quién o quiénes sería esta sangre derramada, que me hace cerrar los ojos y taparme la nariz?, pensé con desencanto. Una brisa milagrosa sopló a mi alrededor. El mar estaba cerca (“El mar, mis ojos vagabundos no han visto el mar”, recordé al poeta). El mar de Urabá, el mar de antiguos piratas y muertos recientes, era el final del camino de la sangre.
Era abril de 1988. No vi a los muertos. Solo parte de su sangre sobre la arena. Los asesinos habían matado a veintiocho campesinos, jornaleros, alguna maestra, por “aliados de la guerrilla”, se dijo luego. El mar de Punta Coquitos, vereda perteneciente a Currulao, sepultó los cadáveres. Mucho tiempo después, no sé cuánto, la cifra cambió: los muertos habían sido cuarenta.
En marzo de aquel año, muy cerca de allí, en Turbo, hubo dos masacres en las fincas Honduras y La Negra. Muchos los muertos. Se estaba consolidando el paramilitarismo, nacido años antes, con Fidel Castaño, pero que ya en 1983 poblaba de muertos el Magdalena Medio, donde, según una crónica de García Márquez, escrita en septiembre de ese año, “los cadáveres que flotan en las aguas, que yacen sin dueño en las veredas, han sido despellejados a cuchillo y aparecen con los órganos genitales cortados y a veces metidos en la boca, y sin lengua ni orejas”.
En 1988, hubo en Colombia sesenta masacres, incluida la de Segovia, Antioquia. Todas atribuidas a la “casa Castaño”, la misma que años después extendería el paramilitarismo por todo el país, y que entonces tuvo como marco de su infame y sangrienta expansión a Urabá, con el apoyo de empresarios privados y miembros del ejército.
La visión de la sangre de Punta Coquitos, volvió a mí, porque, este fin de semana último, en Jericó, pueblo de santas, escritores, poetas, sacerdotes, botánicos, brujos, defensores de derechos humanos, alguna prostituta de leyenda como doña Rodolfa, y en el que según un dilecto jericoano, José Restrepo Jaramillo, uno puede tener “cinco minutos de castidad”, una muchacha que hacía parte del encuentro de normalistas investigadores, me preguntó cuál había sido el cubrimiento más triste que yo había realizado como reportero.
No sé por qué, de inmediato, volví a ver la sangre sobre la tierra, un rastro que olía a muerte y que me llevaba al mar, donde los asesinos habían arrojado a los muertos de Punta Coquitos, en una de las numerosas y olvidadas masacres que en este país han sido.