
Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Nació predestinado a ser rey. Así lo declaraba una mujer junto a una cuna en la que había un bebé que la miraba con perplejidad: “Será rey, va a ser rey”, decía la vidente, a lo mejor una macumbera. Para los colegiales que, en un teatro a la italiana (lo había diseñado, además, un arquitecto de ese país), donde nos llevaron a los de la escuela a ver un filme sobre Pelé, nos sedujeron, más que las palabras de la pitonisa, las jugadas inverosímiles del muchachito, ya crecido, que por esos días ya había ganado dos mundiales, en Suecia y Chile.
Para la chiquillada de entonces, digo de principios de los sesentas y durante toda la década, fue aquel jugador de prodigio un paradigma de la imaginación, la creatividad, el repentismo, dueño de todas las condiciones técnicas para jugadas imposibles. En el Mundial del 66, en Inglaterra, cuando ya era un rey con dos coronas, lo demolieron a patadas, Brasil fue eliminado en la primera ronda y Pelé quedó herido de gravedad en su estado anímico. “Ese Mundial fue de los más duro que viví en el fútbol”, recordó años después. Y estuvo, como una consecuencia del desastre, a punto de no volver a la selección.
Sin embargo, en México 70, el Rey lució como un elegido de las divinidades del fútbol. Con su corte, en los que había privilegiados para el “jogo bonito”, como Tostao, Rivelino, Gerson, Jairzinho, en fin, Pelé desplegó toda su fantasía. Parecía salido de una lámpara miliunanochesca. Estaba poseído por la gracia de las musas. Y, además de sus demostraciones insólitas, el mundo se quedó babeando con los “casi” goles de un fuera de serie, como aquel amague al porterazo uruguayo Mazurkiewicz, o como un disparo de mediacancha que sorprendió al arquero de Checoslovaquia, o como la bola imposible, ante un cabezazo suyo, que desvió al córner el guardameta Gordon Banks, de Inglaterra.
Así como en otros entornos se dice “sos un Gardel” para designar una cualidad suprema y superlativa, “sos un Pelé” estuvo en boga durante años para designar cualquier demostración suma de talento e inteligencia. Nacido entre pobres, sin ninguna posibilidad de destacarse en nada, el muchachito llamado de pila bautismal Edson Arantes Do Nascimento, negro y de cuna sin abolengo, estaba hecho para la albañilería o el betún. “Va a ser rey”, decía la casandra del cine. A los diecisiete años ya era campeón mundial.
En el fútbol, lo inventó casi todo. Y lo que ya estaba inventado, lo perfeccionó. Era lo inesperado, lo maravilloso, como una novela de Jorge Amado, como las palabras de Guimarães Rosa, como un ritmo de samba, como las invocaciones de la santería. Como decía Horacio Ferrer, se “reencarnó en bailarín el chiquilín, medio Marçeau, medio Chaplín”. O, como lo embelleció otro uruguayo, Eduardo Galeano: “Cuando Pelé iba a la carrera, pasaba a través de los rivales como un cuchillo. Cuando se detenía, los rivales se perdían en los laberintos que sus piernas dibujaban”.
Claro que, en él, en el hombre, en el ciudadano, no todo era un dechado de virtudes. Calló ante los crímenes de la dictadura brasileña de los sesentas y setentas, la misma que censuró, entre muchos intelectuales y artistas, a Caetano Veloso y Chico Buarque. “Algún defectico habría de tener”, como apuntaban las tías. Su silencio ante los atropellos dictatoriales fue un lunar en su trayectoria de famas y farándulas. Demostró su “mortalidad” en asuntos que afectaban a grandes sectores de la población.
Sócrates, el revolucionario y otro genio de la pelota, lo cuestionó por sus actitudes complacientes ante el poder. Romario, otro astro del fútbol brasileño, dijo alguna vez, en tono satírico: “Pelé, callado, es un poeta”. También, como otros futbolistas, como otros humanos, tuvo su lado oscuro, un poco menos tenebroso, eso sí, que el de los políticos y dueños del poder en el orbe. Como futbolista era otro cantar. El mejor de todos los tiempos. El mayor atleta del siglo XX.
Pelé fue parte esencial del fútbol-arte, cualquier cosa que esto signifique. Del romanticismo de la pelota. Perteneció a los tiempos poéticos de las filigranas, de las jugadas de ensueño, de la imaginación aún incontaminada por las transnacionales (la Fifa es una de ellas) del dios dinero, de la sacrosanta congregación del mercado. Un iluminado que alumbró con sus genialidades en la cancha los vaivenes azarosos del mundo en tiempos de la Guerra Fría. Tal vez no vuelva a haber una selección como la de Brasil 70, con un director de orquesta como Pelé.
Algunos que vimos por la televisión los seis partidos de esa constelación, todavía soñamos con que la pelota disparada por Pelé, en aquella proverbial jugada frente al arquero uruguayo, besa la red, y lo mismo con el sorpresivo chute de mitad de campo a Checoslovaquia. Nunca más supe de aquella película vista en el Teatro Bello en la que una profetisa del pueblo advertía sobre el nacimiento de un rey.
