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Ni el silencio solitario de Luvina, y menos el de Comala, donde todos estaban muertos, era como aquel que sonaba, mes y medio después de que Armero hubiera quedado sepultado.
Ese silencio espeso, con olor a azufre y cadaverina, era como una acusación. ¿Contra quién? Según investigaciones ulteriores y anteriores, se hubieran podido salvar esas 22 mil personas que perecieron bajo el lodo y la imprevisión estatal.
Aquel silencio filoso, que te cortaba en pedacitos, era como un llanto contenido, como un grito cercenado, como lo que queda después de una erupción, de una avalancha descomunal. En aquel día, que ya no recuerdo la fecha exacta, todavía se asomaban osamentas y un fragmento de iglesia y ramas desnudas de árboles muertos. Y entonces el silencio era más doloroso, por tantas ausencias.
El mundo, para esos días, sabía de Armero, de la niña Omaira Sánchez, símbolo de la tragedia, de sobrevivientes, y de Colombia, un país que en menos de dos semanas había sufrido dos de las peores devastaciones de su historia, una historia de crímenes, expoliaciones y otras desventuras. Sabía también del holocausto del Palacio de Justicia, de los magistrados muertos, de los guerrilleros muertos y después de otras personas que salieron vivas del infierno y jamás aparecieron.
Sabían también de un presidente que en ocho días envejeció cien años, de su cobardía, del mal manejo de la situación del Palacio y de no haber hecho caso a tantas voces que advertían sobre la inminente tragedia que el 13 de noviembre de 1985 sepultó a Armero. Ese mismo presidente, cuando era ministro de Trabajo del gobierno de Guillermo León Valencia, también estuvo involucrado, como el gobernador de Antioquia de entonces, Fernando Gómez, en los acontecimientos que derivaron en la matanza de los obreros cementeros de Santa Bárbara.
El volcán del Ruiz ya tenía historia. Desde el siglo XIX existían informes acerca de su actividad y de los daños que sus erupciones habían causado. La Academia de París publicó, en 1849, un informe del coronel Joaquín Acosta en el cual describió la erupción y posterior avalancha por el río Lagunillas, que sepultó a mil personas. Científicos, e incluso aficionados a la vulcanología, describieron con exactitud, en lo que se denomina calendarios geológicos, la periodicidad de esas erupciones. La de la segunda semana de noviembre de 1985 estaba prevista y anunciada.
La burocracia oficial, los papeleos, la mediocridad de muchos funcionarios y la insensibilidad de políticos, no permitieron varias cosas: una, que era necesario evacuar a Armero; otra, que había que instalar alarmas y hacer pedagogía entre la población. Además, el representante a la Cámara, por Caldas, Hernando Arango Monedero, en una documentada intervención en el recinto, en septiembre de 1985, advirtió a fondo sobre los peligros que vivía Armero y acerca de la erupción del Ruiz. Varios ministros y políticos lo calificaron de apocalíptico, de nuevo exegeta de Nostradamus, de ser un esotérico, arúspice de desastres.
El alcalde de Armero, Ramón Antonio Rodríguez, fue otro personaje que no sólo advirtió acerca de lo que vendría, sino que estuvo siempre de acuerdo con la evacuación de la población: “Armero va a desaparecer, hay que hacer algo”, decía el alcalde, pero ni el gobernador del Tolima, Eduardo García Alzate, ni el gobierno central le hicieron caso. Más bien, lo señalaron como un alborotador.
El gobierno, Ingeominas, los políticos, los comités de desastres, estaban advertidos con suficiente anticipación. No dieron la orden de evacuación, sino a pocos minutos de que la avalancha de cien millones de metros cúbicos de fango sepultara a Armero. Incluso, una emisora se negó a dar la alarma porque estaba transmitiendo un partido de fútbol.
Las evidencias científicas de que el deshielo y la avalancha ocurrirían no pesaron sobre el Estado, ni sobre los gobernantes. Excepto uno que otro, como el alcalde de Armero, al que la memoria histórica califica de héroe, los otros se pasaron las “advertencias por la faja”.
Aquel silencio de Armero, a fines de diciembre de 1985, era como la voz de los muertos. Un silencio largo, de soledades, que sigue doliendo.
