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Dicen que todo lo que les ocurre a los escritores (claro, y también lo que les pasa a los demás) les sirve para su literatura, o, en otras palabras, para la creación de sus bellas mentiras, que son, al final de cuentas, sus únicas verdades.
Creo que era Marguerite Yourcenar la que decía que el escritor puede tener entre sus materiales de uso la bofetada recibida, el insulto proferido por su patrón, la pérdida de la virginidad de su hermana o la infidelidad de su vecina, el escupitajo arrojado por un agresor, en fin, que todo puede ser parte de sus ficciones a la hora de la escritura. Las historias pueden estar en el afuera o en el adentro. En las experiencias vividas, en las experiencias inventadas. En la casa primera, en la que hubo canciones de cuna, o en la última morada de sus allegados, del amigo, del vecino, de los que se marcharon.
Hubo poetas que lo dijeron hace tiempo, y les sonó hermoso: la única patria es la infancia. Otros, advirtieron que la única patria era la casa, el hogar, aquel sitio de fuego permanente y palabras que andan de cuarto en cuarto. Esa palabra, patria, que en rigor significa la tierra de los padres, ha sido envilecida por ciertos políticos y gobernantes, que la convirtieron en materia desechable y excrementicia. Porque, a la larga, la patria puede ser la cuadra en que está o estuvo tu casa; o el barrio, que es una geografía sentimental que trasciende al funcionario y los conceptos catastrales. La patria, lo sabemos todos, no se puede representar con escudos y banderas ni con discursos presidenciales. Digamos que la patria es ese patrimonio entrañable, encarnado por los parientes y los amigos, tanto los que están como los que se fueron. La patria pueden ser las memorias personales, la mesa de un café, las hojas de un cuaderno de tareas, las viejas cartas con olor a mar que llegaban con noticias de un familiar lejano, en fin.
La patria, en última instancia, puede ser sólo la literatura, esa en la que se amasa aquello tan abstracto y tan concreto que llaman la condición humana. Y con en ella, los modos de la soledad, de la muerte, de los amores contrariados, de las desazones existenciales, de la alegría de vivir. En la literatura siempre se ha intentado resolver aquel necesario e infinito interrogante de “¿qué es un hombre?”, qué pasa en el ínterin que va desde su nacimiento hasta su extinción material. El hombre, decía Faulkner, prevalecerá, pese a las bombas atómicas, a la guerra, a todos los desastres que él mismo provoca.
He estado hablando de la infancia como patria, porque en la novela El sol negro de papá, hay en buena parte un intento por recuperar ese tiempo, en un territorio imaginario y real como Bello, en sus calles, en sus aceras y solares, en su obreríada de plusvalías y conductistas pitos de fábrica. En esta novela que hoy ponemos a consideración de los lectores, hay un recorrido entrañable por cafetines y juegos de calle, por la música popular, pero, a su vez, por esa patria múltiple y a veces indefinible conformada por casas, voces idas, fantasmas burlones y muchachos festivos.
Puede ser un juego de la memoria, una reinvención de lo real, una constancia de lo que hubo. ¿Pero, por qué la figura del padre? ¿Por qué un tema del cual en literatura hay ejemplos maravillosos de Shakespeare y Balzac, de Bashevis Singer y Kafka, de Manuel Mejía y Juan Rulfo? ¿Por qué atreverse a novelar los significados y símbolos del padre? ¿Por qué intentar una galería de espejos paralelos entre la cultura caribe y la cultura antioqueña? Las respuestas pueden estar en El Sol negro de papá, o en otras partes. Aunque, me parece, que la literatura más que dar respuestas debe crear interrogantes. Decía la precitada novelista francesa que al escritor todo lo sirve, y de alguna manera, como en un poema de Baudelaire, uno mismo puede ser la bofetada y la mejilla, la herida y el cuchillo, la víctima y el verdugo, digo que en este sol puede haber asuntos de mi padre, pero también del padre de otros. Y, además, de padres inventados e invocados. ¿Qué significa la muerte del padre? ¿Qué rupturas produce? ¿Por qué padre e hijo pueden, a veces, ser uno solo?
Aquí, en este punto, tal vez sea pertinente evocar un fragmento del ensayo de Raymond Carver, titulado La vida de mi padre. Su papá también se llamaba Raymond. Después de los funerales del viejo, el otro Raymond consignó esta escena final: “Escuché a la gente que consolaba a mi madre, y me alegré de que hubiera aparecido la familia de papá, que hubiera ido donde yo estaba. Pensé que recordaría todo lo que se dijo y se hizo ese día y que quizás hallaría la manera de contarlo alguna vez. Pero no. Lo olvidé todo, o casi todo. Lo que recuerdo es que esa tarde nuestros nombres se escuchaban mucho, el nombre de papá y el mío. Pero yo sabía que estaban hablando de papá. Raymond, seguía diciendo esa gente con sus hermosas voces de mi niñez”.
En El sol negro de papá, hay un padre sin nombre y otro nombrado. Uno sin bautizo, que debe estar todavía deambulando por su limbo de sombras, buscando un sol que lo redima de todos los olvidos. Ojalá, él, ese padre de novela que era un gran lector del Dante, no se encuentre con esas palabras lapidarias, en la entrada del infierno: “perded toda esperanza”. Y ojalá que pueda encontrar la puerta, no del cielo, que es lugar irreal y monótono, sino de la infancia, que es, a la postre, la única patria del hombre. Pero a todas estas ¿qué es un hombre? He ahí el enigma.
(Presentación de la novela El sol negro de papá, Fondo Editorial Eafit)
