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Sombrero de mago

Entre Chaplin y Napoleón

Reinaldo Spitaletta
06 de septiembre de 2022 - 05:01 a. m.

Un poeta muerto decía hace años que, para obtener la paz social, había que mantener lleno el estómago de la gente. Para el efecto, no tan simple, se requieren cambios profundos y estrategias que pongan en jaque las causas de las miserias. Industrializar el campo, crear nuevos frentes de trabajo, hacer empresa, crear un mercado interno, o, de otras maneras, desarrollar, sobre todo en estos solares neocoloniales, el capitalismo.

James Lovelock, el fundador de la ecología, declaraba hace años, al advertir, no sin ironía, que los ecologistas tenían “el corazón bien puesto, pero la cabeza mal hecha”, que no era necesario que el mundo industrializado regresara a la agricultura primitiva y natural, sino que los países pobres industrializaran su agricultura. Por nuestra bella (y martirizada) Colombia, con notorios rezagos feudales, hemos sufrido todos los atrasos, y también todas las violencias, como las del proyecto paramilitar, que se apropió de las tierras más fértiles y prometedoras.

La ya vieja tesis sobre el decrecimiento de las economías altamente desarrolladas parece no encajar por estos territorios asolados por centenarias agresiones. Se requiere, antes que los muy ricos países capitalistas del orbe se propongan disminuciones en el consumo, que los que han sido siempre las víctimas de esas metrópolis puedan alimentar diversos frentes de su economía, propiciar la agricultura, promover la industrialización y romper cadenas de opresión y dependencia, como las que ha tenido Colombia con Estados Unidos.

El neoliberalismo, cuyo dios mercado ha sido la fórmula de enriquecimiento de transnacionales y otras minorías, ha sido uno de los factores de empobrecimiento masivo mundial, en especial en los países que, en otros tiempos, se denominaban tercermundistas. En la década del sesenta, la India era el país del hambre. Miles de personas morían allí de inanición. Fue cuando apareció Swaminathan con su “revolución verde” y mitigó el mal. “la mejor defensa contra el hambre es la libertad de expresión. El hambre no es natural, es política”, decía.

Quizá la salida no es por el lado, como la ha visto la minminas Irene Vélez, de “exigirles a otros países que comiencen a decrecer en sus modelos económicos”, sino la de aumentar en este la producción, las industrias y otros rubros de desarrollo en un país sometido, por décadas, a las manipulaciones y exigencias del Fondo Monetario y otros organismos. Además, qué capacidad de exigencia puede tener para las potencias un país como Colombia.

Qué conjuro se le ocurrirá a la minminas para exigirles, por ejemplo, a Estados Unidos y a países europeos, que dejen de crecer porque nosotros requerimos estar a la par de esas economías. Dentro de la controversia suscitada por esta propuesta, que se remonta a tesis de los años setenta formuladas por el economista rumano Georgescu-Roegen, le salieron al paso varios contradictores, como el bioquímico Moisés Wasserman, que dijo en un trino: “Una teoría económica no se válida con el hecho de que alguien alguna vez la haya propuesto y a mí me guste. Hay que confrontarla con hechos, modelos y cálculos, de otra forma se queda en el campo de la economía ficción”.

Tal vez lo más urgente en Colombia es una distribución equitativa de las riquezas, unos modos de producción racionales, que permitan sacar de la parálisis y el subdesarrollo tantos renglones económicos y sociales. Propiciar, en últimas, que todos —o, al menos, la mayoría— puedan tener la barriga llena y el corazón contento. Es probable que haya que cultivar, además, el espíritu de la resistencia, el combate al neocolonialismo y el amor a la independencia y la libertad.

También hace años decía el escritor brasileño Jorge Amado, en su Memoria de un niño, que “los líderes y los héroes son vacíos, locos, prepotentes, odiosos y maléficos. Mienten cuando se dicen intérpretes del pueblo y pretenden hablar en su nombre, pues la bandera que empuñan es la de la muerte; para subsistir necesitan de la opresión y de la violencia”. Lo expresaba alguien que era, además de estupendo novelista, miembro del Partido Comunista de Brasil.

Pudiera decirse que tal declaración cabe tanto a unos y otros, a líderes de derecha y de izquierda, tal como se ha visto en la historia. “¿Quién puede distinguir entre el héroe y el asesino, entre el líder y el tirano?”, agregaba Amado. Pudiéramos aventurar una hipótesis para nuestro desventurado país, el de los “falsos positivos”, los desterrados, los asediados y aporreados por tantas violencias. Más que esperar que los que han causado tantos males en el mundo decrezcan en sus economías, hay que impulsar en estas tierras el cultivo del humanismo.

Puede ser una apreciación idealista y hasta vana. No sobra, sin embargo, pedir que se democraticen, amén de la economía, la cultura y la educación. Deberíamos crecer como pueblo frente a tantas hambrunas y vacíos, que en Colombia no solo han sido carencias materiales. Quizá así podamos decir con Jorge Amado: “Si pensamos en Pasteur y en Chaplin, ¿cómo admirar y estimar a Napoleón?”.

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