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                                                                                                                              Entre la guerra y la sangre

                                                                                                                              Sooy de la generación del Estado de sitio, de los toques de queda, de la que padeció el Estatuto de Seguridad del presidente que decía que el único preso político del país era él, de la que supo en vivo y en directo del fraude electoral de 1970, de la que siempre escuchó hablar de muertos, de secuestrados, de descuartizados, de desplazados…

                                                                                                                              Soy de la generación que, desde cierta distancia, supo de los “cortes de franela”, de los ríos como tumbas, de los incendios de predios, de los campesinos que huían de sus parcelas, de la que tuvo entre sus parientes (cercanos o lejanos) alguna víctima de la violencia. Sí, soy de esa generación que desde la niñez escuchó cómo el país se lo repartían unos cuántos dueños, unos cuántos tipos muy importantes, de clubes exclusivos, de “sangre azul”, o por lo menos, de algunos que intentaron blanquearse, aparentar que entre sus antepasados no había ni negros ni indios ni judíos ni moros.

                                                                                                                              Soy, me parece, de aquella generación que creció entre noticias de la fundación de grupos guerrilleros, del Frente Unido de Camilo Torres, de las influencias en algunos movimientos sociales de la revolución cubana y del Che Guevara. Y que supo de Tirofijo. Y de Efraín González. Y de Desquite (sí, el mismo bandolero al que el nadaísta Gonzalo Arango le dedicó una elegía impresionante), y que se enteró (más por literatura, o historia, o teatro, o sociología) de la guerrilla liberal del Llano, de los “pájaros”, como León María Lozano, de los cadáveres de macheteados y abaleados que con un gallinazo encima navegaban por el Magdalena y el Cauca.

                                                                                                                              Pertenezco a un país que si bien es cierto en los últimos 50 años ha padecido un conflicto armado, su historia está plena de desgracias conectadas con la guerra. Y con la posesión (o despojo) de la tierra, con la persecución a los más pobres, con la humillación de los que un mexicano llamó “los de abajo”. Con las injusticias sociales. Con la inequidad. Un grupo de privilegiados ha tenido en sus manos y su bolsa los destinos de este país trágico (también cómico), y que dentro de sus tácticas de mantenerse en el poder, ha promovido diversas maneras de la violencia.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Soy habitante de un país que vio nacer una de las más nefandas formas de la acción político-militar, con el pretexto de combatir la subversión, pero con la consigna de arrasar para quedarse con las más feraces y productivas tierras. Que utilizó la motosierra, el horno crematorio, todas las formas del terror y de la tortura… el paramilitarismo, que, según testimonios de algunos de sus miembros, como el extraditado H.H., contó con el auspicio de industriales, de altos miembros de la burguesía, de banqueros, en fin, y que con los acuerdos de Justicia y Paz, con el pacto de Ralito, también puso al Estado al servicio de una presunta desmovilización.

                                                                                                                              Soy de una generación que “enniñeció” y envejeció al fragor de los disparos, de las voladuras de oleoductos, de los ataques criminales a poblados (y aquí hay que recordar que en todas las guerras y conflictos como el colombiano, la población civil es la que pone el mayor número de víctimas), de los bombardeos, de los cilindros-bomba, de los desplazamientos forzados que caracterizaron al país como poseedor de un antirécord de infamias y como uno de los más violentos del planeta.

                                                                                                                              Digamos que la exposición de motivos para celebrar el acuerdo sobre justicia transicional entre el Estado y las Farc, suscrito en La Habana hace una semana, podría ser infinita; esta nueva situación permite una apertura a la esperanza de tener algún día paz (o al menos un acercamiento a la reconciliación) en un país de tantas brechas sociales. Y, ¡claro!, como lo decía un cantor de otros tiempos, hacen falta muchas cosas para conseguir la paz, pero ya hay asomos. El asunto no es de poca monta. Lo demás es política.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Soy de la generación que, desde cierta distancia, supo de los “cortes de franela”, de los ríos como tumbas, de los incendios de predios, de los campesinos que huían de sus parcelas, de la que tuvo entre sus parientes (cercanos o lejanos) alguna víctima de la violencia. Sí, soy de esa generación que desde la niñez escuchó cómo el país se lo repartían unos cuántos dueños, unos cuántos tipos muy importantes, de clubes exclusivos, de “sangre azul”, o por lo menos, de algunos que intentaron blanquearse, aparentar que entre sus antepasados no había ni negros ni indios ni judíos ni moros.

                                                                                                                              Soy, me parece, de aquella generación que creció entre noticias de la fundación de grupos guerrilleros, del Frente Unido de Camilo Torres, de las influencias en algunos movimientos sociales de la revolución cubana y del Che Guevara. Y que supo de Tirofijo. Y de Efraín González. Y de Desquite (sí, el mismo bandolero al que el nadaísta Gonzalo Arango le dedicó una elegía impresionante), y que se enteró (más por literatura, o historia, o teatro, o sociología) de la guerrilla liberal del Llano, de los “pájaros”, como León María Lozano, de los cadáveres de macheteados y abaleados que con un gallinazo encima navegaban por el Magdalena y el Cauca.

                                                                                                                              Pertenezco a un país que si bien es cierto en los últimos 50 años ha padecido un conflicto armado, su historia está plena de desgracias conectadas con la guerra. Y con la posesión (o despojo) de la tierra, con la persecución a los más pobres, con la humillación de los que un mexicano llamó “los de abajo”. Con las injusticias sociales. Con la inequidad. Un grupo de privilegiados ha tenido en sus manos y su bolsa los destinos de este país trágico (también cómico), y que dentro de sus tácticas de mantenerse en el poder, ha promovido diversas maneras de la violencia.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Soy habitante de un país que vio nacer una de las más nefandas formas de la acción político-militar, con el pretexto de combatir la subversión, pero con la consigna de arrasar para quedarse con las más feraces y productivas tierras. Que utilizó la motosierra, el horno crematorio, todas las formas del terror y de la tortura… el paramilitarismo, que, según testimonios de algunos de sus miembros, como el extraditado H.H., contó con el auspicio de industriales, de altos miembros de la burguesía, de banqueros, en fin, y que con los acuerdos de Justicia y Paz, con el pacto de Ralito, también puso al Estado al servicio de una presunta desmovilización.

                                                                                                                              Soy de una generación que “enniñeció” y envejeció al fragor de los disparos, de las voladuras de oleoductos, de los ataques criminales a poblados (y aquí hay que recordar que en todas las guerras y conflictos como el colombiano, la población civil es la que pone el mayor número de víctimas), de los bombardeos, de los cilindros-bomba, de los desplazamientos forzados que caracterizaron al país como poseedor de un antirécord de infamias y como uno de los más violentos del planeta.

                                                                                                                              Digamos que la exposición de motivos para celebrar el acuerdo sobre justicia transicional entre el Estado y las Farc, suscrito en La Habana hace una semana, podría ser infinita; esta nueva situación permite una apertura a la esperanza de tener algún día paz (o al menos un acercamiento a la reconciliación) en un país de tantas brechas sociales. Y, ¡claro!, como lo decía un cantor de otros tiempos, hacen falta muchas cosas para conseguir la paz, pero ya hay asomos. El asunto no es de poca monta. Lo demás es política.

                                                                                                                              Read more!
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