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Envilecimiento del payaso

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Reinaldo Spitaletta
22 de agosto de 2011 - 10:35 p. m.
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Me parece que hoy al payaso le pasa lo que al diablo: nadie cree en él (aunque decía Baudelaire que esa era una de sus astucias: hacer creer que no existía).

Uno y otro se han desprestigiado y perdido el indiscreto encanto que los hacía tan respetables. Aquél era un experto para desatar risas en los niños –se dice que también en los adultos-. Con el diablo (y todas sus variables) los señores de antes intentaban asustar al muchacho malcriado y a fe que la invocación satánica surtía los efectos deseados. Los papeles se han invertido. Los payasos, sobre todo los malos, producen pánico en los chicuelos, mientras el demonio les provoca una risa burlesca, de absoluta incredulidad. Los tiempos cambian. Menos mal.

Creo que es más difícil ser payaso en estos días de sobresaltos y desamparos porque la gente se volvió triste. Se ha olvidado la risa, aquella que en el Renacimiento era aliada de la razón y de la estética. Ya nada dicen una redonda nariz roja ni una bocaza pintarrajeada de encendidos colores ni unos carrillos con colorete. No causan emoción los zapatones que sirven hasta para dormir de pie, ni los trajes anchos estampados de bolitas, ni la voz funambulesca que articula chistes llenos de lugares comunes, salpicados de ingenuidad y de tontería. Se envileció el oficio de payaso (y los políticos y algunos periodistas deportivos han contribuido mucho en el asunto).

Hace mucho tiempo, intentando imitar a un personaje de un cuento de Álvaro Cepeda Samudio, quise vestirme de payaso con la intención de encontrar a alguien que supiera tocar una guitarra verde, única que servía para dar serenatas. Me puse una nariz de plástico y, frente a un espejo, comencé a pintarme la sonrisa y a teñirme los cachetes con pintura roja y blanca. Me puse una peluca anaranjada (quería una de alondras como la que sugería el loco del tango-balada de Piazzolla y Ferrer, pero a mano sólo había golondrinas), ensayé varias sonrisas, risas y carcajadas, probé morisquetas y alguna acrobacia, me puse un camisón fosforescente y un pantalón morado y me calcé unos desmesurados zapatones, pero antes de salir a buscar un circo, antes de enfrentarme a posibles espectadores, me di cuenta de que era un payaso muy triste y que la tristeza se me notaba en todo el cuerpo. Nada podía camuflarla. Es más: resaltaba entre tanto maquillaje. “No sirvo como payaso”, pensé, mientras dos lagrimones rodaban por la pintada cuesta de mis mejillas.

Entonces me dediqué a ir a los circos con el propósito exclusivo de observar a los payasos. Los del circo pobre y los del circo rico eran iguales, en el fondo y en la superficie. Reían en la misma tonalidad. Los rusos, los chinos, los norteamericanos, los mexicanos, los argentinos, los colombianos, todos hacían un descomunal esfuerzo para no llorar de verdad en escena. Luchaban contra sí mismos. Vaya si es que es muy difícil ser un payaso risible. Su alma despedazada se les asomaba a todos por los ojos, y casi siempre estaban a punto de quebrarse en llanto. Creo que yo era el único que me percataba de esa tragedia y entonces me salía antes de que la función acabara.

Durante un tiempo los payasos ocuparon mis sueños. Y mis pesadillas. Los veía convertirse en monstruos, zombis, en recaudadores de impuestos, en verdugos, en presidentes de la república… Por considerarlo vergonzoso y estéril no consulté el caso con ningún psicólogo ni alquilé los oídos de algún psicoanalista. Hoy, ya curado de tales tormentos oníricos, salgo de vez en cuando por las calles con una guitarra verde en bandolera, y escucho a la gente, burlona, decir a mis espaldas: ¡je, je, miren, qué risa, ese tipo se cree payaso”.

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