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Sombrero de mago

Es tiempo de pensar en el tiempo

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Reinaldo Spitaletta
30 de diciembre de 2025 - 05:05 a. m.
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Llegó el tiempo de representar el tiempo en un “muñeco de año viejo”, o en una canción que dice que el año se va a terminar, o quizá en una corredilla de pánico porque no se alcanzará, a la hora precisa, a dar el ansioso abrazo de año nuevo. Es tiempo de pensar en eso que San Agustín denominó el “no ser”, prolongando a Aristóteles. Pensamos en el tiempo –tal vez– cuando tal construcción teórica nos pone a cambiar de calendario, que a veces no es más que el “calendario de la piel”.

Estamos hechos de ayeres, según Shakespeare, lo que pone en discusión lo que viene, el acechado porvenir. Somos entonces lo que pasó. Lo que fue. Así, ¿para qué pensar en lo que viene? “Nuestra sustancia es el tiempo”, decía Borges en su diálogo con Osvaldo Ferrari. “El tiempo es un tema infinito”, agregaba, tal vez en una visión apocalíptica que está en El Aleph. Existe un instante en el cual –según el autor de Historia de la eternidad– convergen el pasado, el presente y todo el indeciso porvenir.

En estos días (“reloj no marques las horas…”, canta un bolero) próximos a un quiebre de año, es propio discurrir en torno a los significados del tiempo, a sus alcances y capacidades transformatorias. Son propicias y abundantes las nostalgias, los dolores de ausencia, las voces del remordimiento (que hablan de lo que ibas a hacer y no hiciste), los balances. Y también las promesas, como acostumbran los políticos, versados en demagogia.

El primer pensador que realizó un tratado sistemático sobre el tiempo fue Aristóteles. Después, hubo de todo sobre esa mezcla de finitud e infinitud, de marcas que, así, de modo elemental, va dejando trazas en la piel, en los pasos, en el transcurrir. Todavía seguimos preguntándonos en qué consiste el tiempo, y en ocasiones, creo, tiene más sentido en la literatura. ¿Cómo es el tiempo de un “retrasado mental” ?, digamos como Benji, en El ruido y la furia, de Faulkner. ¿Cuál es el tiempo de un soldado, por ejemplo en tantas novelas de guerra?

La proximidad del final de un período y del comienzo de otro (¿hay discontinuidad, hay continuidad?) nos lleva, en medio de canciones, de aceleres, de afanes a veces sin sentido, a reflexiones (ligeras, como esta) sobre el tiempo. ¿Cómo era el tiempo de los cavernícolas? ¿Cómo el de un hombre medieval? Para los africanos, por ejemplo, el tiempo es otra cosa –otra teorización– muy diferente a la que concebimos como un suceder. Algo así leí, hace años, en Ébano, de Ryszard Kapuściński.

Puede acaecer que, a fin de año, algunos o quién sabe cuántos, deseen volver a lugares donde fueron felices, cualquier cosa que signifique “felicidad”. Y en este punto recuerdo a Joaquín Sabina: “Al lugar donde has sido feliz no debieras volver nunca, el tiempo habrá hecho sus destrozos”. Puede haber una enorme frustración en el encuentro del ayer y el ahora. El paso del tiempo (suponiendo que camine) deja unas huellas ineludibles. A veces –se dirá– es preferible mantener una imagen gozosa de lo que fue, sin requerir vueltas o regresos.

Hay una canción, bella por lo demás, de Armando Tejada Gómez y César Isela, que la “negra” Mercedes Sosa interpretó con una sentimentalidad sin igual: ‘Canción de las simples cosas’. Dice una de sus estrofas: “Uno vuelve siempre / a los viejos sitios / donde amó la vida / Y entonces comprende / cómo están de ausentes / las cosas queridas”. En ocasiones, dice uno con cierta irresponsabilidad, que es mejor partir sin soñar ningún regreso. Pero según la letra de esta canción, es inútil tal promesa, porque “uno vuelve siempre / a los viejos sitios / donde amó la vida”.

Y al fin de año esos deseos se aumentan. Volver, qué importa que ya la frente esté marchita, como lo advirtieron Gardel y Le Pera. Así que, para conciliar un poco, Sabina tiene razón, pero los otros autores también. Y al fin de año se conjugan sentimientos, se manejan expectativas, se realizan contriciones y, para afinar el tiempo, se formulan deseos, que en la mayoría de las veces son eso: buenos deseos y nada más.

Decía que es un tiempo propicio para pensar en esa “imagen móvil de la eternidad”, según Platón. Se alientan las presencias conceptuales, sentimentales, históricas, filosóficas cuando está a punto de terminarse el año. Comienza el seguimiento minucioso a los relojes, a su andar que no atiende ruegos ni llamados a no marcar las horas, como dice otro bolero.

Es tiempo de canciones, como una venezolana, que solo se escucha con insistencia el 31 de diciembre: “faltan cinco pa’ las doce”, con su melancólica prisa. Y de otras, más festivas, como “yo no olvido el año viejo” y la de aquel a quien solo le interesa gozarse a su morena.

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