Una vacuna contra el fanatismo podría ser aquella de argumentar a favor de una idea, un equipo de fútbol, una personalidad política, una novela (como podría ser, por ejemplo, Los versos satánicos, de Salman Rushdie) la bandeja paisa, la religión, en fin, y después argumentar en contra. Así se puede saber sobre fortalezas y debilidades. Y la razón podría estar al frente, más allá de la sentimentalidad y el melodrama. “Quien no quiere pensar, es un fanático”. Eso decía Francis Bacon, el del Novum organum.
El fanatismo, vieja tara, además muy peligrosa, ha causado desde quema y cacería de brujas hasta ostracismos y linchamientos. Con su visión sin matices, con su óptica maniquea, clasifica en “bueno” y “malo”, en “blanco” y “negro” y se niega a la imaginación, a los debates, a la experimentación, a las policromías. El fanático solo se escucha a sí mismo. Él es la revelación, la verdad (cualquier cosa que esto signifique), la pureza, la luz. Los demás, los que no están en su cuerda, son parte de la oscuridad.
El escritor israelí Amos Oz, que además tenía por qué saber sobre el fanatismo, pero, a su vez, cómo curarlo, o al menos neutralizarlo y explicarlo, decía que la esencia de este residía en las ganas de obligar a los demás a cambiar. “El fanático es una criatura de lo más generosa. El fanático es un gran altruista”, decía el autor de Judas, no sin ironía. “Quiere salvar tu alma, redimirte, liberarte del error, de fumar…”. Y en esos ánimos de mostrarte los caminos celestiales, te puede decir por qué no beber o votar o comer carne o tener simpatías por comunistas y ateos.
Hoy, cuando hay fanáticos de todo, del “veganismo”, de las hamburguesas, de las comidas chatarra, del pescuezo de gallina, de las redes sociales, de la musculatura, y así hasta la adoración infinita y sin medida por un líder político o religioso, por algún exorcista, por un futbolista, también aumentan los riesgos. Y se reducen los campos del pensamiento, de los análisis, de las libertades. “Quien no puede pensar es un idiota”, agregaba Bacon. Y “quien no osa pensar es un cobarde”, puntualizaba hace ya varios siglos el filósofo inglés.
El reciente atentado al escritor británico de origen indio, Salman Rushdie, en los Estados Unidos, es una convalidación de los ya muy arraigados fanatismos, que se entrelazan con la política, las religiones, las creencias únicas. “Nunca me consideré un escritor preocupado por la religión, hasta que una religión empezó a perseguirme”, escribió hace tiempos el autor de la novela “Hijos de medianoche” cuando ya había sido condenado por el Ayatolá y sus partidarios por considerarlo un “apóstata” y un “blasfemo”.
El fanatismo no es simpatizante de las libertades de expresión y pensamiento. Y, en esencia, de ninguna. Tiene una mirada unívoca, unánime, unilateral sobre el mundo. Y carece de humor, al que teme. ¿Se acuerdan del dibujante danés Kurt Westergaard, que desató violentas protestas de los musulmanes por una caricatura de Mahoma? A diferencia de Rushdie, que presentó disculpas a los ofendidos, el danés jamás lo hizo. Murió el año pasado, a los 86 años.
El atentado contra el escritor indio-británico estuvo antecedido de otros, muy graves, contra varios de los traductores de la novela. El traductor al japonés de la perseguida obra de Rushdie, con cientos de ejemplares quemados en distintas partes del orbe, Hitoshi Igarashi, fue apuñalado en 1991, en la Universidad de Tsukuba. En ese mismo año, el traductor al italiano, Ettore Capriolo, recibió varias puñaladas en un asalto a su apartamento, en Milán. Sobrevivió.
El fanatismo de ayer quemó a Giordano Bruno y a miles de mujeres sabias, acusadas de brujería. El de hoy, en distintos ámbitos, asesina barristas aquí y allá, mata a caricaturistas en París, dispara contra manifestantes en Cali, promueve el “pensamiento único”, se opone a que haya diversas escuelas de pensamiento y no tiembla para decir que “plomo es lo que hay y plomo lo que viene”.
“Mucho cuidado, el fanatismo es extremadamente pegajoso, más contagioso que cualquier virus. Se puede contraer fanatismo fácilmente, incluso al intentar vencerlo o combatirlo”, anunciaba Oz en su conferencia “Contra el fanatismo”, en 2001. En efecto, puede ser posible, por qué no, en convertirse en fanático del antifanatismo. Los extremos comienzan a parecerse y terminan, casi siempre, abrazados (o abrasados por su propio fuego).
El fanático no admite cuestionamientos. Crea sus ídolos, intocables. Los santifica y adora. Y si alguien se los vitupera o contradice, puede haber reyerta y quemazón. El fanático no es el que defiende sus opiniones, sino el que no admite otras. Todos deben ser como él. O, al menos, parecerse. Oz hacía una maravillosa recomendación para evitar el fanatismo: la literatura de lo plural, la que conduce a la empatía y curiosidad por lo diferente. Y por la diferencia. En ese punto aparecen Shakespeare, Cervantes, Faulkner, Kafka, Gogol… Y también, por qué no, peligrosos versos satánicos y hasta lujuriosos.