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Francisco el arrabalero, bailarín de tango

Reinaldo Spitaletta

29 de abril de 2025 - 06:00 a. m.
“Hay papas, como se ha dicho, reaccionarios hasta el tuétano. Francisco buscó salirse de esa condición”: Reinaldo Spitaletta
Foto: EFE - Luis Torres

Cuando el cardenal Jorge Mario Bergoglio fue elegido papa, escogió el nombre del único santo que ha tenido el cristianismo, el del pobre de Asís. Lo curioso es que hubiese seleccionado el de un franciscano (mejor dicho, el del fundador de esa hermandad) y no el de Ignacio (Nacho), fundador de los jesuitas, comunidad a la que pertenecía. Se fue por el lado de un desdeñador de las riquezas materiales y no por el de un soldado.

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Quizá desde el nombre pudo haberse proyectado que iba a ser un pontífice que, contrario al anterior, que se aburría en Roma y decidió volverse “atleta” y servirle al neoliberalismo en alza, acudiría al discurso del cambio en aspectos sustanciales de la Iglesia. Como el de cuestionar que esta institución se había convertido en una cueva de pedófilos (la historia también dice que de ladrones, de desfalcadores, y así hasta tener uno que ponerse a repasar la llamada historia criminal del cristianismo).

Al reemplazar al renunciante Ratzinger o Benedicto XVI (el mamagallismo popular lo llamaba “Venenito”), Francisco asumió otra cara de las varias que ha tenido la Iglesia. A veces no falta el papa del pueblo, el que se enamora de reformas (como las promovidas por Juan XXIII) y puede dar pábulo a miradas distintas, como las de estar del lado de los pobres) y otras veces, muchísimas, son papas reaccionarios (como lo es la institución a la que representan), y a veces, por ejemplo, como ocurrió con Pío XII, entibadores del fascismo.

Para decirlo sin tanto protocolo, a mí me caía bien el papa argentino. Algunos lo llamaron un papa de arrabal. Y, en efecto, encajaba en esa calificación, que más que devaluarlo, lo enaltecía. Amaba a Gardel, el tango todo, y lo bailaba con propiedad. En un país de escritores, como el suyo, conocía a muchos de ellos y recomendó a la manada sacerdotal que, sobre todo, leyera literatura. Era inconcebible, decía, que un cura no hubiera leído a Dostoievski.

También me simpatizaba por el lado del fútbol. Cuántas veces agitó la bandera rojiazul del San Lorenzo de Almagro, equipo del barrio de Boedo. No sé si a él le tocó ver los goles de Sanfilippo, que durante cuatro temporadas continuas fue el goleador de ese onceno. Seguro que sí. Tal vez, el gol más extraordinario del Nene lo marcó en 1962 al Boca, y años después se lo narró él mismo a Osvaldo Soriano, en el supermercado Carrefour, donde antes había quedado el estadio del equipo cuyos colores evocan los de María Auxiliadora, según quien se los escogió, el padre salesiano Lorenzo Massa.

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Sí, claro, era un papa arrabalero de una iglesia que, en casi toda su historia, ha estado del lado de los poderosos y tenido momentos —muy largos, casi eternos— del ejercicio de la barbarie. Pero, a su vez, y no hay por qué negarlo, esa misma iglesia tuvo que ser parte clave de la denominada “civilización”. Tras el Concilio de Trento se dio cuenta de que, para seguir viva, debía adoptar las maravillas del arte pictórico, arquitectónico, musical, y convertir todas esas glorias en una especie de propaganda. El Barroco fue precisamente esa luminosidad de la Iglesia en cabeza de, por ejemplo, Gian Lorenzo Bernini, Francesco Borromini, magos de la arquitectura, y de Bach, el de las más profundas creaciones musicales en torno a los evangelios y rituales religiosos.

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Francisco, que tuvo sus cuestionamientos al capitalismo salvaje, como lo hizo en su encíclica Laudato Si, y que por lo demás, dadas ciertas posiciones suyas, sectores de su iglesia lo tildaron de “hereje”, ejerció su papado en medio de la recolonización del imperialismo, en particular el estadounidense, que ahora, con el gobierno de Trump, ha reactivado esa condición perversa de ser un enemigo de los pueblos del mundo.

A su pontificado le correspondieron tiempos en que el orden mundial, dominado por el capitalismo (“el capitalismo mata”, fue una de sus frases de advertencia), presenciaba el ascenso de China, como una suerte de disuasor de las agresiones y expansionismo de Washington y de la OTAN. En otros ámbitos, aunque no apoyó el matrimonio gay, declaró que él no era nadie para juzgar a esa comunidad. También, en algún encuentro, dijo que “el dinero es el excremento del diablo”, una antigua frase que asimismo se le ha atribuido a Marín Lutero.

No promovió ninguna revolución social, pero tampoco, me parece, se casó con el conservadurismo ni con el mantenimiento de sistemas de explotación del hombre por el hombre. Hay papas, como se ha dicho, reaccionarios hasta el tuétano. Francisco buscó salirse de esa condición de preservador de un orden basado en las inequidades e injusticias sociales. Y, por lo demás, en medio de tanta indiferencia, condenó el genocidio de Israel contra los palestinos. Ojalá siga bailando tango en otras esferas.

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