El fútbol, que según algunos académicos es “la inteligencia en movimiento”, o también el “nuevo opio de los pueblos”, cuenta con todos los mecanismos psicológicos y todos los ingredientes para ser una “religión”, con fieles, pontífices y sacerdotes, y es una actividad maravillosa cuando no tiene pretensiones de lucros ni de trampas mafiosas. El fútbol es en la contemporaneidad una diversión de tensiones electrizantes e intereses creados. Por supuesto, es un negocio lucrativo, y por eso mismo puede desfigurar su esencia de juego, otro más del denominado “homo ludens”.
Un partido de fútbol puede tener el poder omnímodo de paralizar un país y, por qué no, al orbe entero. Transmutado hoy en una plataforma de altas rentabilidades, en la que convergen bancos y magnates, transnacionales y toda índole de mercaderes, el fútbol, con su alcance universal, aupado por todas las comunicaciones, incluidas las redes y la inteligencia artificial, es ubicuo, lo atraviesa todo, sumados a quienes les molesta y lo rechazan.
Al quizás ingenuo pero muy ingenioso fútbol de barrio, el del mítico potrero, el de baldíos y calles a veces sin asfaltar, sobrevino el fútbol controlado por capos y otros padrinos, al que, por lo demás, la literatura radiografió en cuentos maravillosos, como Puntero izquierdo, de Benedetti, o Esse Est Percipi (Ser es ser percibido), de Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges (un antifútbol genial). El fútbol como una mina de oro, como un tejido de transacciones millonarias, como una fuente de poder político, social, mafioso, como el encarnado por la corrupta FIFA, por ejemplo, se volvió menú del día en el mundo.
Si bien se puede decir que un partido de fútbol no detiene una revolución, así como tampoco la provoca, sí puede tener hálitos de hipnosis colectivas, de estupefaciente, de droga heroica, hasta erigirse en una fuente de enajenaciones. Pero, a su vez, nada iguala las emociones, tensiones, pálpitos, gritería sin límites de una confrontación futbolera, en la cual ya aparecen otros elementos de la “modernidad líquida”, como el hincha, que es un espécimen sin el cual no habría ni espectáculo ni trifulcas, que no faltan en estas instancias, para algunos sublimes, de un cotejo.
Y esta última categoría, que trasciende al simple aficionado, tiene históricamente elementos de violencia, a veces por exceso de “civilización”, como la que protagonizaron los hooligans, o por falta de ella, como las que todavía se advierten en países de América Latina con las denominadas “barras bravas”, en las que se mezclan, en un batiburrillo delirante, el lumpen con discursos neofascistas y de otra condición. Pero el hincha, como bien lo señaló Eduardo Galeano, también es aquel que llora y sufre y se conduele y canta y baila y brinca. Y celebra. Sube al cielo y desciende a los infiernos en un segundo. En estos casos, el fútbol es para sentir, llegar al inestable punto de un infarto, conmoverse hasta el fin de la historia, desmayarse en la tribuna, conmocionarse, y no para dar cabida a la racionalidad.
El fútbol, negocio multimillonario, de jeques y otros potentados, de “patrones” y casas de apuestas, es hoy una fuente de riquezas sin límites, de infraestructuras, de mercadeo desbordante, una empresa en la que los protagonistas se compran, se venden, se subastan… Cualquier politiquero lo utiliza para mostrarse, hacer demagogia, conseguir votos, impulsar populismos… Y desde luego, es parte del pan y el circo, a veces con más énfasis en un aspecto que en el otro.
Ninguna otra actividad “lúdica” distinta al fútbol es capaz de poner en vilo a un país, a un continente. Lo pone a andar en la cuerda floja de las emociones. El fútbol puede causar un éxtasis catártico, una pulsión de vida, otra de muerte, y nada lo iguala en su capacidad de masificación. En un estadio, o en su prolongación a través de los medios, uno es un feligrés predispuesto a todos los milagros y a todas las desventuras. Se puede alcanzar el paraíso (un paraíso artificial) o caer en los abismos infernales, según un marcador.
En un estadio uno puede ser muy feliz o muy desdichado. Recuerdo que Albert Camus decía que nunca había sido tan feliz como en un estadio lleno o en un teatro. Y un asunto único que no se da en otras faenas de modo tan particular es que, en un estadio, todos se igualan, incluso si fueran a darse puños, arrojarse botellas, insultarse, rociar a los otros con orines, como ha pasado en tantos encuentros (y desencuentros); en esas zambras de espectadores, de aficionados, de hinchas, no interesa si uno es más letrado, si es un estibador o un académico, si se es sabio, ladrón o estafador. Lo dicho, después de un despelote colectivo, no hay racionalidad que valga.
Hoy (y desde hace años) se compran árbitros, se amenazan futbolistas, se programan campeonatos para que los gane X o Y, según la bolsa, según los apostadores, en fin. Pero uno sigue celebrando las victorias de su equipo y llorando en las derrotas.
Nota: esta columna fue escrita un día antes del partido Colombia-Argentina.