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Gadafi y el petróleo

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Reinaldo Spitaletta
28 de marzo de 2011 - 08:11 p. m.
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Libia, que tiene lindo nombre de mujer, ha sido, como la historia lo muestra, una tierra de nadie.

Fue la primera colonia africana en conquistar su independencia, después de un acumulado milenario de dolores e invasores que horadaron su suelo y se nutrieron de él. Libia, situada estratégicamente en un cruce de caminos, fue sede de mercenarios del antiguo Egipto y posesión cartaginesa en los tiempos del legendario Aníbal, el mismo que a lomo de elefante llegó a Roma.


Ah, también Libia fue parte sometida del imperio romano, la invadieron los árabes y los vándalos y después los del imperio turco otomano. A principios del siglo XX se convirtió en una colonia de Italia, que además de ópera, artes plásticas y gran literatura, también ha producido sátrapas y dirigentes corruptos.


El territorio libio, que en alguna vez se llamó Cirenaica, y en otra Tripolitania, fue escenario en la Segunda Guerra de los enfrentamientos entre el Afrika Korps, del alemán Erwin Rommel, el Zorro del desierto, y las tropas inglesas al mando de Montgomery. Pobre Libia –se dirá- tan lejos de Dios pero tan cerca de los colonialistas. De Cirene, en Libia, era Simón, el que ayudó a cargar a Cristo su cruz.


Y de Libia, sobraría decirlo, es también el coronel Muammar Gadafi. Desde hace unas semanas, después de que hace veinticinco años Reagan lo bombardeó y mató a su hija adoptiva, el coronel ocupa las primeras páginas de la prensa mundial. Y vuelve a surgir su pasado, en la que fue un revolucionario, un seguidor de Nasser (y luego un traidor a esas filosofías), y también la felicitación que en 2008 le dio nada menos que el hombre que invadió Irak y Afganistán, el criminal de guerra George Bush. “Gracias por sus contribuciones a la paz del mundo”, le dijo Bush. De pronto, para los creadores del Eje del Mal, el dictador libio había dejado de ser “terrorista”.


Era muy bonito ver a Gadafi “paseando su jaima por el mundo de los sedientos de gas y de petróleo”, como dijo un analista. Y desde luego ahí estaban Berlusconi con sus abrazos y Sarkozy casi arrodillándose ante el tiranuelo libio. Hay mucho de hipocresía en la diplomacia y demasiados intereses (que no amigos) en la geopolítica. El sátrapa les vendía petróleo y a su vez les compraba armas. Negocio redondo. Y de pronto, los medios de comunicación dedican espacios inmensos a Gadafi para decir de sus cirugías plásticas, de sus payasadas, de los vestuarios y teñido de cabello, o para hablar del atractivo cortejo de vestales que lo protege. O del presunto plagio de la tesis de doctorado de un hijo suyo. Y ahora sí es el monstruo, dicen desde Europa y Estados Unidos, pero no lo era antes cuando se abrazaba con el rey Juan Carlos y con Aznar y con el embajador norteamericano.


Y como dicen por ahí no hay nada mejor que denunciar a un dictador que no se ajusta al modelo de lacayo del imperialismo norteamericano. O que ha caído en desgracia con sus patrocinadores, como les pasó, por ejemplo, a Saddam Hussein y al panameño Noriega. También dicen que para las potencias como Estados Unidos, Francia e Inglaterra, el excéntrico Gadafi vale poca plata, pero Libia vale mucho, por el petróleo, caray, que es del bueno. Qué les va a importar la suerte de unos bereberes, de nómades miserables, y qué les puede interesar que allá tengan un desempleo del treinta por ciento y que haya tanto pobre en medio de tanta riqueza.


Y ahora con la sublevación en Libia, las potencias atacan y no permiten que sean los propios libios los que resuelvan sus contradicciones internas. Poco les importa a aquéllas los derechos humanos, si hay o no democracia en los países árabes, si se tortura o se encarcela por credos políticos. Importa, y mucho, todo lo que tiene que ver con las riquezas naturales y en manos de quién quedarán. Y entonces se preguntan: ¿si los rebeldes triunfan, seguirán apoyando a Washington y a la OTAN? Mientras tanto, a las bombas.

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