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Hawking, el robótico centauro

Reinaldo Spitaletta

19 de marzo de 2018 - 09:00 p. m.

La ciencia, claro que sí, puede ser, como es, una luz en la oscuridad, tal como lo proclamaba Carl Sagan. También lo es la poesía, aquella suerte de misteriosa disciplina metafísica que, según un letrado mamagallista, es la única prueba de la existencia de Dios. Y, para no extendernos, contra la oscuridad están las artes todas, que un paseo por el Infierno de Dante siempre será un placer aterrador.

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Debía, idealista que es uno, haber en primaria y aun en el jardín de infantes, una especie de iniciación a ciencias como la física y la química. Desarrollan la inteligencia mundana, cósmica, universal. Y, sobre todo, la imaginación. Un divertimento de tal naturaleza debía ser un rubro académico, pedagógico, que a los niños les ofrezca la posibilidad de expandir el universo, ese mismo que, según el recién fallecido Stephen Hawking, no tiene ni principio ni fin en el tiempo.

Casi todos crecemos en medio de un analfabetismo científico que, sumado a tantas otras pobrezas, sí es un faltante descomunal. Pero, como dice un refrán, es mejor prender una vela que estar maldiciendo la oscuridad. Y en este punto, un señor como el finado inglés, que debió morirse, según los médicos, cincuenta años antes, es un faro. Alguien que, con su brillantez, hizo posible que la imaginación matemática trascendiera al infinito.

Heredero de Albert Einstein y, por supuesto, de otros físicos, Hawking contribuyó no solo a la formulación de teorías sobre el universo sino a la divulgación científica. Su bestseller Historia del tiempo, del Big Bang a los agujeros negros, publicado a fines de los ochenta, es una guía fundamental para caminar sobre aquel concepto que dejó calvo a San Agustín y a un poeta le obligó a decir que esa entidad, el tiempo, era la única verdad.

Y aquí vuelvo a Sagan, un estupendo divulgador de la ciencia, que advertía en la introducción del libro de Hawking que estamos moviéndonos en el mundo sin entender nada acerca de sus mecanismos físicos, del origen de la vida, de las características de la luz. O por qué recordamos el pasado y no el futuro. ¿Nos preguntamos en la vida cotidiana por qué hay un universo?

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El mismo autor de Cosmos plantea en otro de sus textos acerca de los peligros de que el ciudadano medio mantenga su ignorancia. Porque, y tal situación tenebrosa sirve al poder, ese mismo que crea rebaños y necesita más que leones, bueyes, el desconocimiento ayuda al sostenimiento vil del statu quo. Así que Sagan llamaba a conocer sobre el calentamiento global, la reducción del ozono, la contaminación atmosférica, los residuos tóxicos, la deforestación tropical, la lluvia ácida y otras situaciones que, hoy, como se sabe, mantienen al planeta en vilo.

En ese como fantástico universo de la física, tan inalcanzable para muchos de nosotros, Hawking nos mostró la existencia de objetos (y conceptos) cósmicos inesperados. Según George Steiner, su mente nos llevó al extremo del universo. “Ningún novelista, dramaturgo, poeta o artista, ni siquiera el mismísimo Shakespeare habría osado inventar a Stephen Hawking”, nos dice el ensayista y políglota, autor de Lenguaje y silencio.

Hawking, un conocedor de la gravedad, caminó por las estrellas, superó la esclerosis lateral amiotrófica (Ela), se murió cuando quiso y contribuyó a la popularización de la ciencia. ¿Quién que es curioso no se ha interesado por el Big Bang, los agujeros negros (“objetos tan densos que ni siquiera la luz puede escapar de ellos”) que pudieran dar pie a una “reencarnación cósmica” y por la expansión del universo?

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Seguro en el mundo de hoy podemos escuchar la luz, ver el sonido, palpar los sabores, oler los números… y en una paradoja de sentidos y razonamientos, volvernos energía pura. Todo se transforma. La ciencia pulveriza chauvinismos y falsos nacionalismos. Y aunque, hoy como ayer, la ciencia también ha sido utilizada para la industria de la muerte, para las guerras y la destrucción, sobrevive el mandamiento de que es clave para la comprensión universal y una de las utopías con las que el hombre podría alcanzar un mundo feliz.

Stephen Hawking, combinación de hombre y máquina, como una versión moderna del “centauro en versión robótica” (así lo denominó David Jou en un artículo sobre la vida y obra del científico) puso al mundo a pensar sobre el tiempo y el espacio. Y a saber sobre los agujeros negros que, en rigor, no son nada negros.

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El físico, que poco o nada temía a la muerte, proclamó que la humanidad debía evitar el contacto con los extraterrestres porque, de lo contrario, podría pasarle lo que a los indígenas americanos tras la llegada de Cristóbal Colón. Hawking (1942-2018) debe andar ahora a la velocidad de la luz, metido en agujeros negros y buscando radiaciones cósmicas en otras galaxias.

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