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EL PAÍS NAVEGA, DESDE HACE RATO, en las aguas pútridas de la cultura mafiosa, la misma que mandó la ética al exilio, irrespeta el pensamiento y reivindica el arribismo, la ilegalidad y el mal gusto. Y lo peor: avalada por el poder, cumple el nefasto papel de proporcionar ejemplos negativos. Las pirámides, otro modo de la estafa, es uno de ellos. Hagamos, a lo escuelita, un repaso.
En los últimos tiempos, en Colombia no es raro, bajo la premisa del “todo vale”, que mientras el hermanito de un ministro está acusado, entre otros delitos, de enriquecimiento ilícito, el funcionario no asuma la responsabilidad política del caso y renuncie. O pasa, por ejemplo, que desaparezcan centenares de muchachos, los cuales aparecen muertos y reportados por el Ejército como guerrilleros, y el ministro de la Defensa continúe ahí como alma de Dios.
¿Dónde quedó la ética pública? El falso positivo es lo que hay que promover. Qué importa si se asesinan muchachos pobres, porque, en últimas, la que gana es la “seguridad democrática” y la lucha contra las Farc. Qué importa si un guerrillero aparece con la mano cortada de su “camarada”, al cual mató previamente, para cobrar una recompensa. Qué importa si a un acusado de delitos se le premia con puestos diplomáticos.
Esto último, tan normal y edificante, pasó, por ejemplo, con un alcalde al que su víctima —antes de ser “matada”— acusó ante el mismo Presidente, y al victimario lo mandaron a Chile; y con un ex director del DAS, de turismo a Italia, y así. Es actividad ejemplarizante que los paramilitares financien políticos, o que el Ejecutivo se ponga en contra de la Corte Suprema, o que a un magistrado le obstaculicen la entrada a Palacio, mientras se recibe a manteles a delincuentes.
Colombia es un mundo al revés. Los delincuentes son bienvenidos a la “Casa de Nari”, pero a las mingas indígenas, o a las huelgas reivindicativas como las de los corteros de caña, o a las expresiones de rebeldía estudiantil, en fin, se las sataniza. En cambio, suena lindo cuando el Presidente le dice a un militar, por ejemplo, que acabe con tales bandidos “de cuenta mía”, o cuando a sus conmilitones, acusados de parapolítica, les intima que no se olviden del “votico” antes de entrar en la cárcel.
De tal modo, en esa vorágine en la que se ensalza la ilegalidad, en la que se impulsan monstruosidades como las de las ejecuciones “extrajudiciales”, no es raro que florezcan las búsquedas del dinero fácil, los lavados de activos, las estafas multitudinarias. En otros tiempos, fueron los Michelsen Uribe y los Félix Correa; ahora, los faraónicos engatusadores, con los millares de “tumbados”. Es una evidencia de la permisividad de lo ilícito.
Porque resulta que desde hace tiempos había información sobre la proliferación piramidal, como que hasta uno de los hijos del Presidente había tenido relación con el llamado Rey Midas criollo, David Murcia. Antes del desplome de las pirámides, se sabía de la existencia de más de doscientas de ellas. Y a la hora del despelote, hasta al Primer Mandatario le tocó hacer acto de contrición: “Culpa mía. Me arrepiento de no haber presionado a tiempo”.
Es obvio que como la estafa no estaba dirigida contra los grandes capos financieros, sino contra el ahorro popular, las autoridades ninguna atención le prestaron al asunto. Sólo cuando la hecatombe era manifiesta, salieron los Pilatos a lavarse las manos. Las pirámides son tan aberrantes como los falsos positivos y como tantas expresiones de lo ilegal y clandestino que la cultura oficial ve con los ojos hipócritas del utilitarismo. O del todo se vale.
El monstruo de la cultura mafiosa tiene hoy decenas de cabezas, muchas de las cuales hacen parte del régimen político. ¿Quién lo decapitará?
