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Historias de ladrones

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Reinaldo Spitaletta
08 de noviembre de 2010 - 09:47 p. m.
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Por alguna o muchas razones, las historias de ladrones son atractivas. Sólo en Colombia podrían escribirse decenas de ellas, en un país en el cual han abundado estos especímenes.

Tanto de cuello blanco como de los otros. Y no se sabría aun cuáles son los más. Muy reciente, se podrían, por ejemplo, incluir a los de Agro Ingreso Seguro, o a los de las pirámides, o a los que se han robado las pensiones de los trabajadores.

Digamos, para no entrar en detalles, que en el país los ladrones se han distinguido, unos por esquilmar al Estado, y otros por robarle a la gente. Cada uno puede confeccionar un catálogo –y siempre se quedará corto- sobre las celebridades que se han dedicado a tales menesteres. Los hay de bancos y de tiendas, de oficinas públicas y natilleras, los artistas del “paquete chileno” y los que han defraudado el erario público.

Hay, por otra parte, ladrones en la poesía y la literatura, reales y de ficción. Genet, el de Las criadas, el santo canonizado por Sartre, podría ser uno de ellos. O el ladrón de Bagdad y los de las cuevas de Alí Babá. También se podría mencionar a Villon, el de la Balada de los ahorcados, y a todos los truhanes de la picaresca española. Hay ladrones en el paraíso y en los bancos de la iglesia. Que robar ha sido parte de la trágica y cómica historia de la humanidad.

Se volvió famoso, por ejemplo, el ladrón innominado que le robó la maleta al detective y poeta y cantor Tartarín Moreira, así como los que se trastearon la espada de Bolívar. Así ha habido los ladrones de diligencias y los salteadores de caminos, como los asaltantes de los tiempos de la depresión económica en Estados Unidos, como Bonnie y Clyde, Dillinger y otros. Y este preludio tal vez sirva para introducir un robo de maleta que le hicieron, en un hotel francés, al escritor Stefan Zweig. En efecto, el autor de Fouché, el genio tenebroso, y tantos otros libros, se hospedó en el Hotel de Beaujolais, al que eligió, entre otros motivos, por la vista de los “jardines cerrados al caer la noche”. Escribió que en ese hotel “se oía el leve murmullo de la ciudad, indistinto y acompasado como el incesante batir de las olas en una remota costa…”.

Zweig estaba emocionado en aquel lugar, en el cual habían estado en otros días, Balzac y Víctor Hugo. El caso es que el escritor estaba encantado por la soledad de “esta habitación estudiosa y romántica”, hasta cuando se dio cuenta de que su maleta había desaparecido. Un tipo se había introducido al hotel, pronunciando cualquier nombre. Tras unos minutos, el hombre volvió a salir sin contar con que el dueño del hotel lo seguiría hasta otro hotel donde el sujeto se metió. Zweig y el dueño del hotel fueron a la comisaría. Luego, al cuarto del ladrón. Y allí estaba la maleta, intacta. Hubo declaraciones, detención del “maletero”, en fin. “Con los ojos bajos, temblando ligeramente, como si tuviera frío, he de reconocer, para mi vergüenza, que no sólo me daba lástima sino que sentía hacia él una especie de simpatía”, escribió Zweig, que además se negó a poner denuncia.

El dueño del hotel entró en cólera, gritó y advirtió que “aquel gusano debía ser exterminado”. Fue entonces cuando el escritor tomó su maleta para devolverse con ella al hospedaje, pero ocurrió algo insólito. El ladrón se acercó y con humildad dijo: “Oh, no, caballero, ¡permítame que se la lleve yo!”. Y así fue como Zweig caminó las cuatro calles que lo separaban del hotel “mientras el agradecido ladrón me seguía, llevando la maleta”.

Esta historia, que la incluye la periodista Natalie de Saint Phalle en su libro Hoteles literarios, tiene un final extraño. El dueño del hotel, escandalizado, la emprendió contra su huésped, al que le hizo la estancia imposible. No le arreglaban el cuarto, se perdía la correspondencia, no lo saludaba. Y entonces el gran Zweig tuvo que marcharse (claro, con su maleta) “como si el delincuente fuera yo”.

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