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Kafka, con cerveza y luces de burdel

Reinaldo Spitaletta

11 de junio de 2024 - 12:00 a. m.

Ninguna obra de ningún escritor del siglo XX ha tenido una colección infinita de interpretaciones, un océano de juicios, un universo de cuestionamientos, un asombroso catálogo de interrogantes sin límite, como la de Kafka. Y no solo sus invenciones de prodigio, sino también las pesadillas y anticipaciones del praguense que escribió en alemán, forman parte de exégesis infinitas, de estudios, monografías, tesis, tesinas, columnas, tratados, ensayos a granel, biografías, especulaciones y tantas otras maneras de descodificaciones de un creador que se murió de cuarenta años, tuberculoso, vegetariano, mamador de gallo pese a su apariencia formal, provisto de un misterio que empieza (o termina) con una sentencia: todo lo convirtió en literatura.

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Hace años, a principios de los setenta, en casa aterrizaron, como caídos del cielo, o salidas de la nada, dos o tres libros de Kafka, y también uno de Günter Blöcker, titulado Líneas y perfiles de la literatura moderna, con ensayos sobre grandes escritores entre ellos, claro, Kafka. Leímos entonces El proceso, La muralla china y La metamorfosis (cuya edición incluía otras narraciones), que nos pusieron patas arriba a los cuatro hermanos. A veces, uno iba a la pieza de alguno de ellos, temprano, a ver si no había amanecido convertido en una cucaracha, que por entonces en casa merodeaban unas que parecían patinetas o que volaban en la oscuridad con un aleteo aterrador.

En algún apartado del ensayo sobre Kafka, Blöcker dice que “Kafka no fue un escritor de conminaciones ni alertas. Llamó a sus trabajos, con humorística seriedad, ‘testimonios personales de mi flaqueza”. Y esa aparente flaqueza, que lo condujo a decirle a su amigo y albacea Max Brod que destruyera su obra, tuvo, como pasa con ciertos genios, un impacto póstumo, que todavía nos interpela y conmueve, con patetismo y fascinación.

Todo aquel que lee a Kafka queda marcado, bajo un torrente alucinatorio, haciendo parte de una pesadilla, de un temblor ineludible. El que penetra en sus laberintos no tiene salvación. No podrá salir indemne de esa borrasca. Kafka, el señor K, un grajo (kavka), un cuervo que te picotea la garganta, un castillo inalcanzable, un desasosiego producido por el trabajo, el poder inexpugnable, una máquina de tortura que escribe tu condena en la piel…

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Sí, claro, una cosa es su obra, y otra el hombre que la creó. Aquel doctor en leyes, orgullo de su padre (pese a todo lo que se ha dicho), tenía aversión a los médicos, “resueltos en lo que respecta al negocio y tan ignorantes en lo que toca a la curación”. En varias de sus cartas, por ejemplo, en las que dirigió a Milena Jesenská y a Max Brod, por ejemplo, había recriminaciones a la medicina tradicional y una reivindicación de la medicina naturista, que lo llevó a renegar de las vacunas, tal como se cuenta en el libro ¿Este es Kafka?, con noventa y nueve hallazgos de Reiner Stach, que puede ser el tipo que más sabe de Kafka en el mundo, y es autor además de una monumental biografía del escritor.

Las relaciones de Kafka con la cerveza, los ejercicios físicos, las tabernas son aspectos que trata Stach, además de las fascinaciones que los burdeles y las prostitutas ejercieron sobre el que han llamado el “solitario” de Praga, que en realidad no fue tan solitario. “Recorro adrede las calles en que hay prostitutas. El pasar a su lado, esa posibilidad remota pero con todo existente de irme con una me excita”, declara en una página de su Diario, el 19 de noviembre de 1913, en el que anota, por lo demás, que “sólo deseo a las gordas, un poco mayores, ataviadas con vestidos anticuados”.

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En el revelador texto de Stach nos damos cuenta, entre múltiples asuntos, que a simple vista parecerían secundarios, o accesorios, del miedo que el autor de Josefina la cantante les tenía a los ratones. En una carta a Félix Weltsch, Kafka le cuenta las aterradoras incidencias de una noche de pánico con estos roedores. “Yo estaba del todo indefenso, era incapaz de encontrar el menor aplomo en mi interior, no osaba levantarme ni encender luz, tan sólo logré tratar de asustarlos lanzando unos pocos gritos”, dice.

Frecuentó casinos, se asombró con el metro de Berlín y después con el de París, montó en tiovivos, bailó, fue un ciudadano normal, juguetón, con un genio inefable, increíble para las ficciones, los sueños, las profecías que jamás se propuso lanzar, pero así son los adelantados. Fue un simpatizante del anarquismo, de las luchas obreras, alguien que recibió cartas de lectores en las que le advertían no haber entendido ni “mu” de La transformación (traducida entre nosotros como La metamorfosis).

Kafka intuyó (como lo declara Blöcker) el dominio de los poderes anónimos y la capitulación del individuo. Creó un horror estilizado, una coreografía de la caída del hombre en los abismos de la infamia. Hace cien años se murió este autor extraño que sigue provocando y deslumbrando a los lectores de un mundo en permanente crisis.

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