El fútbol, aquel que un cronista bautizó como la dinámica de lo impensado, no es, en esencia, un juego inocente ni inmaculado, así haya marcado la infancia de miles de personas en el orbe. Cada vez se ha deteriorado por la injerencia de mafias, de descerebrados hooligans (propios de la “civilización”), de transnacionales de las ganancias y las apuestas y, claro, por el mal ejemplo ofrecido por la mayor de las organizaciones futboleras, que en los últimos tiempos ha tenido la corrupción como lema: la FIFA.
En Colombia, donde el ADN de la violencia ha estado presente en casi toda su historia, la injerencia de los carteles del narcotráfico metamorfoseó el fútbol en una exhibición de poderío para medir fuerzas entre los mafiosos, como ocurrió a fines de la década del ochenta y principios de la siguiente, cuando hubo acusaciones de “compra” de copas internacionales, árbitros asesinados (otros sobornados), partidos amañados y toda una tramoya de barbaridades y tropelías. Fue un mal caldo de cultivo para el surgimiento, casi a fines del siglo pasado, de las “barras bravas”, copias de otras del sur del continente y aun de Europa.
Eran esas hordas una mazamorra ininteligible de neofascismo, bandidaje, paramilitarismo y otros métodos, más propios de la delincuencia, del lumpen-proletariado (también del lumpen-burgués), que de bien compuestos aficionados al fútbol. Como corolario nefasto de esa situación, vino una degradación de los significados de “hincha” y surgieron desviaciones aupadas por bandas delictivas, como acaeció en Medellín en 2005, cuando el paraco alias don Berna intervino en el apaciguamiento de desaforadas barras bravas.
La desgraciada metamorfosis del espectador en un miembro de “tribus urbanas”, en asociales promotores de violencia y de ver en el rival a alguien al que hay que borrar (quizá también como deleznable influjo de lo que ha sucedido en el país en distintas eras de barbarie) o desmenuzar a machetazos, de ensayar con él tiro al blanco, desnaturalizó el fútbol, ya deshecho por la injerencia de intereses turbios más que las bengalas de una fiesta o de un espectáculo. Así, ciertas barras extremistas, en las que se manifiestan desde el mercenarismo hasta un “estilo de vida” (como creer que la barra lo es todo), se erigieron en las mandamases de tribunas, y hasta con otras competencias, que pudieran equipararse con deleznables métodos de autodefensas o de vigilancia privada.
Algunas barras (bravas o no) se afiliaron más al desmán y el vandalismo, que a unas maneras de civilizada convivencia. Prefirieron la intolerancia y la sinrazón a salidas inteligentes en las que prive la elevación del espectáculo y hasta de las plusvalías, tanto para los equipos como para los posibles “emprendimientos” que pueden surgir de una actividad asociada al fútbol profesional. El fanático, como sucede en cualquier otra disciplina en la que esta desviación se manifieste, es un torpedero de la razón y un militante de la incultura, desprecia el intercambio inteligente, tipo ágora griega, de discursos y posiciones disímiles. Pierde (si es que la tuvo alguna vez) la argumentación para reivindicar solo la fuerza y la vulgaridad.
Tal vez las llamadas barras bravas en Colombia asumen el mal ejemplo del dogmatismo que nos ha azotado durante décadas, de politiqueros desvergonzados que han gobernado con su patológica filia por la corrupción, por la ilicitud, por el “todo vale”. Y, nada raro, se han visto alianzas entre ese tipo de “dignatarios” y los jefes de barras, con fines electoreros. Por eso y por otros tantos asuntos más, se podría inferir que hay que transformar las relaciones sociales, elevar el nivel educativo de la gente, proporcionar accesos a la cultura, al conocimiento, para que no se crea, como puede pasar, que el fútbol lo es todo en la existencia. Hay algunas cositas más, que pueden ser interesantes.
Lo sucedido recientemente en Medellín y Manizales, incluso la entrada a la cancha de un seudoaficionado a agredir a un jugador en el estadio de Ibagué, los ataques a piedra contra buses de futbolistas y de hinchas, parecen el resultado de una larga acumulación de desafueros alrededor del fútbol. Ha sido una bola de nieve (rara en un país tropical) a la que no se le han dado las soluciones adecuadas y de fondo. No es solo represión. Hay que reeducar. Y que los equipos, como el Estado, vayan más allá del negocio, y diseñen, en alianzas público-privadas, programas permanentes de socialización (o resocialización) sobre los significados de civilización y cultura ciudadana.
Más allá de decretos y leyes, que por lo visto poco han funcionado, tendríamos que aprender que el fútbol (decía un académico francés que era “la inteligencia en movimiento”) no lo es todo en la existencia. Es una partecita, mínima quizá, de ella. Y que puede ser linda y vivaz y dramática, pero no debe ser tan trágica, como para causar muertos y heridos por un cotejo. A diferencia del “hooligan” (según Vargas Llosa, un “producto exquisito y terrible de la civilización”), el barra-brava a la criolla es un bárbaro.