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La bomba de Oppenheimer

Reinaldo Spitaletta

14 de agosto de 2023 - 09:00 p. m.
"Esta película pone otra vez sobre el tapete de las discusiones los pros y contras de las armas nucleares. Y muestra el surgimiento del macartismo o cacería de brujas en Estados Unidos, cuando el imperio veía comunistas hasta en la sopa, y comienza una persecución infame a todo aquel sospechoso de tener ideas “antiamericanas”" - Reinaldo Spitaletta.
Foto: Universal Pictures EFE - Universal Pictures

La bomba atómica comenzó a crearse como un arma de destrucción masiva de los Estados Unidos contra la Alemania nazi. Derrotado este país, sobre todo por la injerencia aplastante del Ejército Rojo soviético, en mayo de 1945, cuando además los aliados, en particular Inglaterra y EE.UU. habían bombardeado casi hasta la extinción absoluta de civiles e infraestructura a más de 120 pueblos y ciudades alemanas, entre ellas la cultural Dresde, Japón pasó a ser el objetivo gringo para arrojar una “Little Boy” o una “Fat Man”.

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Cuando ya había ocurrido el destructor bombardeo de los B-29 sobre Tokio, que mató a 83.000 personas, cuando en la práctica ya Japón estaba vencido, llegó el exterminio también desde el cielo, sobre dos ciudades que no eran objetivos militares: Hiroshima y Nagasaki. La bomba atómica, cuyo padre había sido J. Robert Oppenheimer, era la demostración de todo el poder del imperialismo estadounidense, en una situación de exterminio apocalíptico que puede ser catalogada como crimen de guerra, o, desde otro ángulo, como un genocidio. Pero, ¿quién castiga a una superpotencia? ¿Quién enjuicia a sus dirigentes asesinos?

Aquellas jornadas infernales pusieron en evidencia mefistofélica el desarrollo de la ciencia al servicio del poder, y de la guerra, y de la destrucción masiva. La guerra, es sabido, carece de moral. No hay lugar para el sentimentalismo, y menos para pensar en la preservación del género. Es, ya lo dijo el general prusiano Clausewitz, la prolongación de la política por otros medios, y ahí no caben, según la mirada imperialista, consideraciones éticas, que, en cualquier caso, podrían ser parte de “traición a la patria”, o “maricaditas” similares, que podrían conducir al cadalso a un científico, por brillante que sea.

El magnífico filme Oppenheimer, de Christopher Nolan, vuelve a poner sobre la mesa del debate, y de la historia, distintas posiciones en torno a la ciencia, sus alcances y usos, pero, en particular, al empleo que el poder realiza no solo de “mentes brillantes”, sino del ejercicio de la política en su propósito de dominar pueblos, someterlos y, si están muy altivos, exterminarlos. La película, de impecable narración, con música y otros elementos cinematográficos de alta factura, no solo es una formidable puesta en escena, sino un recorrido por la vida y obra de Oppie, encadenado, con toda su lucidez, a un destino de muerte y destrucción de mundos, como bien lo dice el Bhagavad-Gita, legendario libro del hinduismo.

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El Proyecto Manhattan, Nuevo México, Los Álamos, la física cuántica, ecuaciones, experimentos, la teoría y la práctica, todas las estructuras que subyacen alrededor de lo científico, del conocimiento, para que sirva no a la elevación de la humanidad, sino, al contrario, a su destrucción y a la preponderancia de un sistema político sobre otro, están en esta narración de 180 minutos, que pasan volando en medio de explosiones atómicas y fisiones y fusiones nucleares. La ciencia al servicio de la muerte. Sometida por el poder político-militar.

Oppie, un genio que escribía poesía de vanguardia, hablaba ocho lenguas, el padre de la bomba atómica, el manipulado por Roosevelt, por Truman, por el poder imperialista, se debate entre la inteligencia, la fumadera, la luz de las estrellas muertas y por saber en determinado momento, cuando la gloria (fugaz) le sonríe, que sus manos están manchadas de sangre. Truman, un político sin hígado, le dice, con un pañuelo en la mano, que bien puede limpiárselas.

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Esta película pone otra vez sobre el tapete de las discusiones los pros y contras de las armas nucleares. Y muestra el surgimiento del macartismo o cacería de brujas en Estados Unidos, cuando el imperio veía comunistas hasta en la sopa, y comienza una persecución infame a todo aquel sospechoso de tener ideas “antiamericanas”. El mismo Oppie (su hermano, su mujer, otros científicos, en fin) estarán bajo la vigilancia acechante del poder y, cómo no, de gente como el jefe del FBI, J. Edgar Hoover, una especie de “drag queen paranoica”, tal como lo califica Paul Strathern en su libro Oppenheimer y la bomba atómica.

Oppie, a instancias del poder imperial, encabezó “la mayor colección de lumbreras nunca vista” que construyó la primera bomba atómica en los laboratorios secretos de Los Álamos, en las remotas montañas indias de Nuevo México. Y, a la vez, ese gran lector de filosofía, un tipo carismático y adelantado a su tiempo, va a ser el científico que por la persecución anticomunista, liderada por el senador Joseph McCarthy, rodará por los abismos de la desgracia.

Este genio, que padecía “dementia praecox” incurable, es apenas una tuerca en el complejo mecanismo del poder, en este caso, del entonces ascendiente imperialismo estadounidense. Creó una nueva arma que “por primera vez dio a la humanidad la capacidad de poner fin a su propia existencia”. En medio de la galopante Guerra Fría, fue acusado de ser un espía de la URSS y terminó como un paria. Su bomba causó una mortandad infinita y mostró la sanguinaria esencia genocida del imperialismo estadounidense.

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