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No, no me gustan los que por un puñado de dólares venden a las casas de apuestas a su equipo, un partido, un torneo, un cobro de penalti, un córner; ni los que asustan con sus polvorines y revólveres a los directivos, o se compran para sí a los árbitros. Tampoco los “pechifríos” que no sienten ni la pelota ni a la tribuna, ni se entregan como si fuera lo último de su existencia en un partido clave, o en cualquier “recocha” futbolera de barriada. Tampoco me gustan aquellos mañosos como los que Borges y Bioy Casares introdujeron en su futbolístico cuento Esse est percipi (Ser es ser percibido).
¡Ah!, y como si poco fuera, tampoco son de mis afectos esos mafiosos que, como en un cuento de Benedetti, Puntero izquierdo, hacen de las suyas con algún futbolista. En cambio, a quien que ha vibrado desde niño con el fútbol, no le va a gustar la exquisitez de una jugada, un drible hiperbólico, un pacto infernal como el que pudieron tener Garrincha o Pelé o Maradona con el diablo para bordar jugadas imposibles.
El fútbol, que elevó el gol a las ardientes intensidades de un “orgasmo universal”, es una épica que, claro, ha sido salpicada de intereses bastardos, de apostadores enfermizos, de truculencias y otras corrupciones. La FIFA, es vox populi, ha sido una “manga” de bandidos que hieden a las peores porquerías del infierno. Pero, a la vez, es el fútbol, bien jugado, sobre todo aquel que nació en las barriadas y se llenó de entusiasmos y otras alegrías en baldíos y potreros, una disciplina con ingredientes de arte, de picaresca literaria, de insospechadas jugadas que llevan a quien las practica, y al espectador, y a los compañeros de banda, a asaltar el cielo con sus deslumbramientos.
No sé qué tan transparente sea un torneo de fútbol profesional, como el de Colombia, patrocinado por una casa de apuestas. No es confiable. Y menos en un país que, desde su nacimiento, ha tenido la corrupción como una constante de su inestable identidad. Lo que más se debería cuestionar, y realizar periodismo investigativo al respecto, y poner en la picota de la vergüenza, son tantas mañoserías, intereses creados, coimas y engañifas que contaminaron el ejercicio del fútbol.
Es posible, para volver a un antiguo discurso, que el fútbol sea un viejo opio del pueblo (como la religión o como la politiquería), un sedante, un distorsionador de la conciencia de clase, y que con él nos tornen rebaño impasible, explotados sin resistencia, etc. Es posible. Pero, a la vez, como lo dijera Antonio Gramsci, el fútbol “es el reino de la lealtad humana ejercida al aire libre” o, a lo Javier Marías. es la recuperación semanal de la infancia (eso era antes; ahora, hay partidos todos los días). Cuando se juega bien, el fútbol tiene su esencia poética.
La fantasía, el buen jugar, la imaginación en rotundo y descomunal despliegue están, según parece, proscritas del fútbol. Una “bicicleta”, un amague que mueva hasta las tribunas, un “taquito”, una serie de fintas que enloquezcan contrarios y causen frenesí en las graderías no caben ya en el esquemático y raquítico fútbol de estos tiempos. Y más en el colombiano, tan dispar y mediocre.
En vez de prohibir las jugadas hermosas, las creativas, las provocadoras de admiración (y de rabia en los contrarios), se debería estar más atento a desactivar tanta treta vulgar, como las que, para no alejarme de lo literario, mostró en algunos de sus estupendos relatos Osvaldo Soriano (usar espinas contra el arquero, untarles los ojos de mentol, autoherirse la nariz para impresionar al árbitro, chuzar a un contrario con agujas hipodérmicas contra el crack del equipo contrario…).
Ahora, en el anodino panorama futbolístico colombiano, resulta que, si se realiza, por ejemplo, una jugada de equilibrismo (que es inocua, por lo demás), consistente en pararse en el balón (que no la inventó Francisco Chaverra, pero la puso en boga aquí), se trata de una provocación, de no sé qué gesto humillante; ¡qué va! En el fútbol caben (así era por lo menos antes) todas las expresiones de orfebrería. Además, el fútbol es un espectáculo circense.
Ya lo había dicho, hace años, el insólito gambeteador Mané Garrincha: “Los jugadores no somos más que payasos. Salimos al campo a divertir a un público que paga por vernos ganar o vernos perder; al igual que los payasos en el circo, nos aplauden si lo hacemos bien y nos insultan si lo hacemos mal…” (reportaje de Álvaro Cepeda Samudio a Garrincha).
Ahora se penalizan las jugadas creativas, las que se salen del libreto, las que a veces son las que “pagan la boleta”. Hoy, como lo dijo Eduardo Galeano, nos tocará mendigar una bella jugada, una improvisación maestra, o al menos, una “Chaverriña”.
