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Aprendimos a nadar en las aguas turbulentas de la corrupción. Y ahí vamos flotando, entre maderos pútridos, en medio de porquerías, en ese río vergonzoso, que nada tiene que ver con Heráclito El Oscuro, y que lo contradice: siempre nos estamos bañando en el mismo río, el de la eterna corruptela, al menos en Colombia, tierra de desmanes a granel.
Pudiera ser un atrevimiento histórico decir que la corrupción ha existido siempre, por aquí y por allá. En la antigua Grecia, en Roma, en el Medioevo, en el Renacimiento, entre los incas y los mayas, aunque para estas culturas no recuerdo cronistas de indias que nos hayan dado testimonios al respecto, aunque entre algunos de los dirigentes indígenas sí hubo la traición. Demos por caso que sí, que es una enfermedad viejísima y —todo parece indicar— sin remedio.
Pero, para no extender más la geografía, en lo que hoy es Colombia la corrupción sí es muy anciana, y se remonta a los españoletes conquistadores, a los tiempos coloniales, a los de la Independencia y, claro, ni más faltaba, a los de la república (o republiqueta, tan mancillada y ofendida). Decía no sé quién, que es posible que entre los esclavos que trajeron desde África no hubiera corrupción, pero sí entre sus congéneres que los vendieron a los negreros.
La corrupción es el uso (o mal uso) del Estado, de la política, para el ejercicio de las coimas, de los desfalcos y sobornos, del desgreño administrativo. Mejor dicho, de feriarlo todo para multiplicar los caudales de funcionarios y las faltriqueras de desalmados politiqueros. La corrupción quizá no tiene partidos, o los tiene todos, de derecha, de centro, de izquierda, de norte y de sur. Hace años, en tiempos de la Independencia, y en la construcción del proceso republicano, que nos introdujo por lo demás en el nacimiento de la Patria Boba (el término no aplicó para los corruptos, que seguro no eran tan bobos), se acusó a Francisco Antonio Zea de quedarse con las libras de un empréstito con Inglaterra.
No sé cuántas columnas he escrito sobre corrupción. Ni recuerdo ya cuándo fue la primera vez que escuché esa palabra, siempre en boga en nuestro desmirriado país. Cuando estábamos niños, se escuchaba decir entre los mayores que los del Frente Nacional eran corruptos, como lo había sido Rojas Pinilla, y antes Laureano Gómez, y mucho más atrás los liberales, y más allá de todos los calendarios, los conservadores, y por ahí se parlaba, en discusiones de esquina, que José Eustasio Rivera denunció, entre otros desajustes, la corrupción del gobierno de Pedro Nel Ospina, que recibió la platica de la “Danza de los millones”, a la que Marco Fidel Suárez le había hecho lobby ante el ascendiente imperio gringo, al cual el gramático de Bello (o de Hatoviejo) había puesto como la “estrella polar” que debía iluminar nuestros destinos de nación sojuzgada.
Y así, por siempre jamás. Corrupción en la Guerra de los mil días, para decir, en últimas, que hemos sido corruptos tanto en la paz como en la guerra. Así nos muestra la historia, corruptos a más no poder. Una vergüenza, a la cual, parece, nos hemos acostumbrado. El muy mañoso presidente Julio César Turbay Ayala, como se recuerda, quiso reducir la corrupción a sus “justas proporciones”, de las cuales no dio tasa ni medida. Y más bien, en su gobierno y en los subsiguientes, la corrupción siguió campeando, como si fuera parte del ADN del país.
Con el narcotráfico, la bonanza marimbera, la ventanilla siniestra, la desaforada corruptela abrió más sus fauces. Y así, en un catálogo casi infinito, son miles los casos de malos manejos, de “abudineos”, de Agro Ingreso Seguro, de Odebrecht, de los puertos, de la salud, de bancos, de acueductos, de hidroeléctricas, de todo. El Estado como una compraventa particular para engordar bolsillos de politicastros y otros cacos del erario.
Sí, es cosa sabida: la corrupción es y ha sido un lugar común en Colombia. Es más: parece que ser corrupto no solo robustece la mochila de los venales, sino que da tono y hasta carisma. Se compran votos, se venden votos; se practica en construcciones, en trazados urbanos, en obras públicas que jamás se hacen, o se dejan a medias. En trenes y túneles y carreteras. Todo es robable. Todo es corruptible.
Para sintonizarnos con tiempos más cercanos, la corrupción en los últimos gobiernos, para no ir muy lejos, desde los ocho funestos años de Uribe, ha cabalgado a sus anchas. Y no ha habido vacuna contra esa peste inmemorial. En la actualidad, cuando el llamado “gobierno del cambio” que, como otros, ha utilizado las perversiones del “todo vale”, la corrupción continúa. No falta quien diga, con razón, que hay que hacer añicos este estado de cosas y empezar a edificar una nueva cultura, una nueva democracia. La distante utopía. Soñar no cuesta nada.
Por ahora, el turbio río de la corrupción, desbordada cloaca, nos sigue ahogando en sus remolinos siniestros. Naturalizamos la podredumbre. Cambio y fuera.