El capitalismo, modo de producción pensado para la ganancia a ultranza, es el generador de todas las contaminaciones y, más allá, de las alteraciones climáticas, que ponen en riesgo la vida en el planeta. Es un desestabilizador de la Gaia, como los griegos denominaban a la diosa de la tierra, y como se llama el libro de James Lovelock, fundador de la ecología moderna.
El capitalismo, que a veces tiene que acudir, ante las amenazas de una hecatombe universal, a ciertas regulaciones, como los acuerdos sobre el clima y sus cambios, también genera multinacionales que ven ganancias en todo, incluida la destrucción de la naturaleza y el medio ambiente. No sé si todavía se publican los “tops” de las más peligrosas empresas del orbe, por su ejercicio funesto de azote a mares, bosques, ciudades, ríos, en fin. Constituyen una alerta importante en la información.
Uno de esos ránquines mostraba a compañías petroleras en una labor de espanto en vertimientos ilegales. Entre 1972 y 1993 (y no es que hoy el asunto haya mejorado) la Chevron (entonces Texaco) vertió dieciocho mil millones de galones de agua tóxica en los bosques tropicales de Ecuador, destruyó medios de subsistencia de campesinos locales y enfermó a poblaciones indígenas. Incluso en Estados Unidos, en 2003, la misma empresa contaminó fuentes de agua en Richmond y New Hampshire.
La productora de la llamada “leche del capitalismo”, la bebida más popular del mundo, la Coca-Cola, ha tenido sanciones y demandas en diversos lugares. Utiliza casi tres litros de agua por cada litro de producto terminado. Pero la cosa va más allá. Las aguas desechadas son contaminantes, que la multinacional depositaba (quizá deposita todavía) en lugares protegidos. Ocurrió en Colombia hace algunos años, cuando se demostró que vertía desechos en el humedal de Capellanía, en Fontibón.
Y qué tal Monsanto, creadora y fomentadora de alimentos genéticamente modificados. Su uso de agrotóxicos (recordar el “agente naranja”) es peligrosísimo, tanto como sus descargas ilegales de miles de toneladas de residuos contaminantes y venenosos en vertederos de varios países, incluido el Reino Unido. Y en el listado caben multinacionales mineras, las productoras de “comida chatarra”, las tabacaleras, las de la industria químico farmacéutica, que contaminan la atmósfera.
Y aunque no ha habido época alguna en que las relaciones entre hombres y naturaleza hayan sido ideales, las del capitalismo sí están caracterizadas por la destrucción medioambiental y planetaria. En los años setentas, Lovelock decía que los verdaderos pulmones de Gaia eran la selva tropical y los océanos. Hoy, ambos tienen altos porcentajes de daños y descomposición.
El cambio climático es la mayor amenaza contra Gaia. Desde los días de las revoluciones industriales hasta ahora la temperatura ha subido, por culpa de quemas de combustibles y fósiles (gas, petróleo, carbón) y el despotismo de las multinacionales. Ya es evidente el deshielo polar, la extinción de especies, el desplazamiento humano. Y todo por la injerencia de los sistemas productivos, más adecuados a las plusvalías que a la preservación del equilibrio planetario.
La decisión del presidente gringo Donald Trump de retirarse la semana pasada del Acuerdo de París contra el cambio climático (suscrito por 195 países en 2016) es, en particular, una muestra de lo que el mandatario representa: los enormes intereses de transnacionales, a la que, como es sabido, les importa sobre todo el rédito por encima de otras consideraciones. El calentamiento global tiene varios responsables, pero Estados Unidos es el mayor culpable.
Después de conocerse la posición de Trump en este aspecto, seguro el mercado de energía tendrá más impactos y los debates sobre las fuentes energéticas (dar, por ejemplo, más estímulo a las renovables) se agitarán por doquier. Dentro de los Estados Unidos no hay, sin embargo, una posición monolítica. Por ejemplo, el alcalde de Nueva York (Andrew Cuomo) al calificar de irresponsable la decisión de Trump, declaró que habrá “repercusiones devastadoras” no solo para E.U. sino para el planeta.
Trump parece haberse quedado solo con su pataleta. Europa y China, al igual que otros países, buscan que la temperatura terráquea no siga subiendo, que la vida del planeta se prolongue, o, como dijo el nuevo presidente francés, hay que hacer que el mundo “sea grandioso de nuevo”, lo que también puede caber en los discursos demagógicos de los dueños del planetica.
Edward Wilson, entomólogo y biólogo estadounidense, dijo alguna vez que “el hombre es la única especie viviente que ha creado los medios para destruirse”. Una muestra puede ser la actitud de Trump frente al Acuerdo de París. Después de todo, nada significa la Tierra en medio del gran concierto (o desconcierto) del universo.