La mujer rubia, de traje azul y carterita en bandolera, sacó de una bolsa una rosa y claveles rojos y los depositó con gesto nervioso (o tal vez, dolido) sobre el pedestal que sostiene a La Gorda o Torso Femenino, del maestro Fernando Botero. Era su homenaje póstumo al gran artista antioqueño, que pintó putas, niños, gatos, palomas, caballos, toros, generales, obispos, torturadores, capos mafiosos, versiones de Mona Lisa y esculpió de modo voluminoso el mundo, que hoy lo llora ante su ausencia física.
Botero, tan universal, tan querido, tan cuestionado por algunos, es y era un artista del pueblo, con su tierra de capote y musgo adheridos a la historia personal, su montañerada y su manera excepcional de devolverle a la gente, a su cuna, a su país atravesado por todas las desventuras, algo trascendental expresado en pintura y escultura. Pasa con Botero como puede suceder con ciertas obras clásicas, que, aunque no se hayan leído, el pueblo habla de sus personajes, como suele pasar con Sancho y don Quijote, por ejemplo. Todos saben de Botero. Es —era y seguirá siendo— un pintor y escultor de gordos y gordas. Maravilloso.
De Medellín, de donde era oriundo, se fue despegando de a poco. Cuando tenía 16 años, expuso, en una muestra colectiva, una de sus obras. Después, ya no le alcanzó el mundo para tantas exposiciones. De una ciudad moralista y censuradora, dirigida y apaciguada por cayados de obispos y arzobispos, por diversas sotanas y élites segregacionistas, Botero, en sus años mozos, visitó burdeles de caché como los de Lovaina, en un tiempo burbujeante en que la ciudad tenía, para incredulidad de todos, nueve zonas de prostitución, para pobres y ricos.
Es posible que haya estado en el burdel de la madama más exuberante de todas las que hubo en aquel barrio de fiesta permanente y de citas lujuriosas, como fue Marta Pintuco. Sin embargo, la que pintaría con toda su gracia sería la casa de putas de la también yarumaleña María Duque, en la que hay un gato, un loro, un borracho tendido en el piso salpicado de colillas de cigarrillo y un travesti que carga a una de las serviciales muchachas del prostíbulo.
María Duque, dicen quienes la conocieron, era morena, alta y gorda. Según la novela “acronicada” Hildebrando, de Jorge Franco Vélez, era muy aguardientera y vivía enamorada de los estudiantes, “a quienes prodigaba sus afectos sin cobrarles un solo centavo por sus excelentes servicios”, en especial a los de la Universidad de Antioquia. Experta en artes eróticas —continúa el narrador— dejaba envuelto en la gloria y otras dichas al más exigente de los sibaritas. Pasó a la historia, como otras mujeres de aquel barrio deslumbrador, con el apelativo de El Alma Meter.
Medellín, ciudad que sufrió como ninguna otra en los años nefastos del narcoterrorismo, tiene a Botero en partes clave del centro, como son la Plaza de las esculturas (desde hace algún tiempo cercada con vallas de la policía nacional), la Gorda más célebre de la ciudad, en el parque Berrío, y El Pájaro, en el parque San Antonio. El 10 de junio de 1995, en medio de los festejos de un bazar popular, estalló junto a la escultura El Pájaro una bomba que mató a veintitrés personas y causó decenas de heridos. El artista pidió que su destrozada escultura la dejaran así como testimonio de la estupidez y desde entonces se llama El pájaro herido.
Cinco años después de aquel atentado, Botero erigió en el mismo parque otro pájaro, esta vez una paloma (la tan vapuleada y herida paloma de la paz). “Colombia son dos mundos: un cuerpo inmenso poblado por gente maravillosa, y un apéndice de terror. Quiero mostrar las dos caras de mi país”. Y así, con sus voluminosas esculturas y pinturas, el artista también mostró las desgracias y padecimientos de su país, y de su caletre creativo nacieron obras con Pablo Escobar atravesado por las balas en un entejado (las tejas fueron muy importantes en muchas pinturas del artista); con Tirofijo, de fusil y toalla roja; las masacres en ciudades y campos colombianos, los carrobombas, el río Cauca con los muertos de todas las violencias…
También su sensibilidad e inteligencias conmovidas por las agresiones imperialistas de los Estados Unidos contra Irak, lo indujeron a crear 79 piezas sobre las aterradoras torturas en la cárcel de Abu Ghraib, que conmocionaron el mundo del arte y a la sociedad. “Un cuadro tiene que tener validez artística. Obviamente no es lo mismo pintar una naturaleza muerta con flores, pero el problema de la pintura, de la composición, del color o del dibujo es el mismo, se trate de un tema amable o trágico”, dijo entonces.
Tocado por la gracia de los dioses (o, por qué no, de los demonios, tan necesarios), Botero es un colosal artista del pueblo, a quien la gente en peregrinación admirativa lo despide con flores a los pies de sus esculturas gordas y brillantes.