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La FIFA, una transnacional mafiosa y corrupta, le acaba de entregar un premio de “paz” al tipo más guerrerista, abusador de derechos humanos, despreciador de inmigrantes, incentivador de golpes de estado, y poseedor de un vasto catálogo de atentados contra la soberanía de muchas naciones: a Donald Trump. Son los negocios, se dirá. O así es la política. La FIFA, una máquina de hacer dinero (así lo planteó hace años Joao Havelange), también, si se hila más delgado, es una patrocinadora de genocidios.
Lo de corrupta y mafiosa ya es de vieja data. También lo advirtió Eduardo Galeano: es el “Fondo Monetario Internacional del fútbol”. Y desde Havelange, pasando por Blatter y hasta llegar a su actual presidente, Gianni Infantino, la FIFA opera como si fuera un cartel de “narcos” o patota similar. Su objetivo es mantener el fútbol como una fuente infinita de ganancias, por encima de cualquier consideración ética o filosófica. Su filosofía es el dinero y su derivada, el poder.
Y en esa perspectiva de las plusvalías, puede ser desechable, como lo ha sido en otras ocasiones, el que haya, por ejemplo, violaciones flagrantes a los derechos humanos, como sucedió—solo por recordar— en el Mundial de Qatar, el de la “vergüenza” (así se calificó), donde murieron miles de trabajadores migrantes, sometidos a toda suerte de atropellos, y hubo una discriminación sin atenuantes contra la población LGTBIQ+.
Es una máquina de hacer dinero. Y para ello hay que yacer con los poderosos, qué importa si coincide esa condición con masacradores, con genocidas, con los que ultrajan la dignidad humana y la libertad, y atropellan la autonomía y soberanía de los pueblos. Todo, según la posibilidad de conseguir oro. Así que como el Nobel de Paz no se lo otorgaron a Trump, entonces la FIFA, en un acto de “bondad” y “justicia”, en actitud de desagravio, le concedió uno que puede tener, según los promotores, más resonancias que el que confiere Oslo.
Es la novísima “sociedad” del fútbol, la FIFA a los pies del imperialismo. O, por lo menos, de uno de sus representantes más activos en el ejercicio de amenazar, vulnerar tratados internacionales, humillar a desahuciados de la fortuna. Y Trump es una maravilla cuando dice que los inmigrantes somalíes son “basura”, y cuando advierte que la Franja de Gaza hay que desalojarla de palestinos porque hay que construir allí una “Riviera”, un escenario para la inversión de magnates (entre ellos algunos de sus familiares y amigotes), para el turismo de lujo.
Entonces tiene muy merecido, según Infantino, un galardón de paz. Porque cómo se van a desaprovechar oportunidades tan propicias a las copiosas plusvalías que ofrece un mundial de fútbol en Estados Unidos (los otros dos países sedes no significan mayor cosa, y en especial porque tienen mandatarios que vociferan contra el padrino Trump). Hay que sobarlo, consentirlo, decir que es un pacifista, qué importa, por ejemplo, que el genocidio israelí en la Franja de Gaza siga imparable. Pero el “patito” Donald impulsó un “acuerdo de paz”. Y eso es mérito considerable para distinguirlo.
Hay que sobarle el saco al mandamás del planeta. Consentirlo. Brillarle los botines. Infantino, como su antecesor Blatter, sabe de esas lambonerías. Y es, como quien ocupó antes la silla de presidente, un avispado para los negocios y “negociados”, las coimas, para que sea jugosa la reventa de boletos, para explotar hasta la última gotita de sudor de un mundial. Conoce aquella máxima de que “plata es plata”. Lo dijo hace tiempos José Mujica: “los de la FIFA son una manga de viejos hijos de puta”.
Infantino es pragmático. Un utilitarista. Sabe que el fútbol es una mina. Como también es un estupefaciente. Es —lo han dicho muchos— un sucedáneo de la religión como “opio del pueblo”. Hay que aprovecharlo para someter la razón y, en particular, para obtener jugosos dividendos. Por eso, el zar del fútbol mundial está del lado, por ejemplo, del príncipe heredero saudí Mohammed Bin Salman (acordémonos que fue quien, según la CIA, mandó a asesinar al periodista Jamal Kashoggi).
Los dueños de la pelota en el mundo saben que hay que juntar política y negocios de largo alcance. El fútbol genera poder, billete a granel, influencias. Si hay que tapar la criminalidad de un régimen y de un violador de derechos humanos, como fue el dictador Jorge Rafael Videla, en Argentina, hay que hacerlo. Que los goles ahoguen los gritos de las Madres de Mayo, de los torturados y esfumen las huellas de los desaparecidos.
Infantino y Trump son monarcas universales. Son parte de un poder que obnubila y produce ingentes dividendos en metal y en política. Son composición esencial de un territorio en el que cabalgan, a su antojo, la corrupción, los sobornos, las amenazas, las discriminaciones… y en el que la paz no es más que otra mercancía.
