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La indignación

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Reinaldo Spitaletta
20 de junio de 2011 - 09:43 p. m.
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La resistencia de los pueblos, y aun del individuo, la mueve la indignación. Pero, ante tantas barbaridades cotidianas que suceden en Colombia (y, claro, en el mundo), uno se pregunta si todavía tenemos capacidad de indignarnos, o si ésta se ha perdido, no sólo por la indiferencia y la alienación, sino por la permanente amenaza contra el que resiste y es capaz de manifestar su oposición al atropello.

Ahora, cuando en otras latitudes retornan los llamados a la indignación, es pertinente pensar en cuántos motivos tenemos para ella en un país irredento, colmado de asesinos y corruptos, en el cual los de “arriba” cabalgan montados a sus anchas en los de “abajo”. Y no pasa nada. Es como si hubiera una suerte de borriguización, y en vez de ser un pueblo o una tierra de leones –como lo cantó Rubén Darío- somos uno de bueyes y de otras mansedumbres.
Cuando Jean-Paul Sartre enseñó que somos responsables en tanto que individuos, quizá estaba transmitiendo un amplio sentido de libertad, “de la responsabilidad de un hombre que no puede confiar ni en un poder ni en un dios”, como lo escribió Stéphane Hessel, cuyo libro “Indignaos” ha vuelto a tener la vigencia que jamás había perdido. Uno no sale del extrañamiento al pensar si sería posible que en Colombia el interés general prime sobre el particular y si algún día se realizará aquello de que el justo reparto de la riqueza creada por el trabajo debe primar sobre el poder del dinero.

Entre tanto, no nos deberían faltar motivos para la indignación. Son abundantes. Si sabemos quién manda y quién decide en este inmenso solar llamado Colombia, habría en esa búsqueda (y en el encuentro) un arsenal de razones para expresar el descontento, para ejercer la desobediencia civil y manifestar contra los que se han robado el bienestar de los otros. Por ejemplo, si se ven los Índices de Desarrollo Humano, el país es un desastre. Está entre los siete más desiguales del mundo, superado apenas por Namibia, Angola, Botswana, Belice, Islas Comoras y Haití. Es uno de los que más violan los derechos humanos y se ubica en el deshonroso segundo lugar en desplazamiento interno, después de Sudán. Doña Rosa, la señora de la esquina, dice que además de esos y otros índices, “están los índices de los que aprietan el gatillo”.

Además de ser, por ejemplo, uno de los países de mayor indigencia en el mundo, es de los que más coartan el derecho a la protesta pública pacífica, lo que también podría explicar, en parte, la poca presencia en las calles de gentes que se oponen a cualquier desafuero oficial o de particulares. Que se sepa, nadie ha salido a desfilar, por ejemplo, contra los crímenes de alias el Patrón, un paramilitar que violó a cincuenta niñas. De él se ha dicho que “era como el rey, y entregarle una niña era igual que llevarle una gallina” (denuncia aparecida en el sitio web La Pluma).

Otro ejemplo. Han sido mínimas y despobladas las protestas contra todos los criminales que se robaron la salud en el país, que la convirtieron en un negocio lucrativo mientras la población padecía (y padece) todas las humillaciones y malos tratos en muchas de esas empresas. ¿Y qué pasa, por qué no hay conciencia de los atentados contra el ciudadano? ¿Por miedo, por apatía, por ignorancia? ¿Dónde están las marchas, digamos, para protestar por el crimen de Ana Fabricia Córdoba? A la indignación la han perseguido, o tildado de “terrorista”. Y por eso, ante la falta de ella, crecen las brechas descomunales entre pobres y ricos. Tal vez los mecanismos de control del poder han hecho perder la capacidad de indignación o la han banalizado. Sin embargo, la esperanza de que resurja la indignación sigue ahí, unas veces dormida; despierta en otras. Porque lo que sí está claro, es aquello que gritaban los indignados de otras geografías: “Si se lucha se puede perder, si no se lucha estás perdido”.

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