En Timandra, novela de una hetaira griega (bueno, en rigor, las hetairas son de allá, no pueden ser japonesas, colombianas, argentinas ni francesas…) la voz de la narradora nos pone en medio del ágora a escuchar conversaciones, noticias, habladurías e historias de acá y de allá. “No creo que haya existido nada parecido al ágora de Atenas, ni que vuelva a existir jamás”, dice con melancolía, al descubrir que nada se repite. “Todo sucede por primera y única vez”, se le escucha decir a este personaje creado por el escritor greco-sueco Theodor Kallifatides.
La conversación, que puede ser un intercambio delicioso de mentiras, pero, a su vez, una civilizada manera de transacciones verbales sobre lo humano y lo divino, parece haber entrado en decadencia en los últimos tiempos, cuando, a través de la virtualidad, cuando no hay nadie enfrente, cuando no se escucha la respiración ni se nota la mirada del otro, no hay ningún acercamiento. Solo se establece la verticalidad dogmática. Es el extravío de la razón. La red social solo admite la invisibilidad del que afirma, o del que agrede, o del que cree ser poseedor de la verdad, cualquier cosa que esta categoría signifique hoy.
Borges, no solo gran escritor y poeta, sino un conversador excelso, se dolía una vez de haber pasado tres meses en Michigan. “Allí se ha perdido el arte de hablar. La gente no conversa: es muy triste. Dicen sólo ‘why’ o ‘qué” … Para él, creador de El Aleph y de Hombre de la esquina rosada, la conversación era un arte inventado por los griegos (que, por otra parte, lo inventaron casi todo). “Los griegos ya habían estado hablando con Sócrates, pero la idea de recoger aquel diálogo fue de Platón. Yo creo que Platón sentía la nostalgia de Sócrates y quiso jugar a que seguía hablando con él”, dijo.
No se sabe, en últimas, quién inventó a quién. La palabra lo puede todo. Es, según otro filósofo, la que crea las cosas. O, de otra forma, el mundo existe por la palabra. Volviendo a Borges, también recordó que, según Bernard Shaw, “Sócrates era una invención del dramaturgo Platón”. Tremenda afirmación, a la que habrá que agregar otra del argentino: “Cristo fue una invención de los cuatro evangelistas”. O tal vez de otros más, como los autores de los evangelios apócrifos.
Todo lo anterior para decir que la conversación, una aventura del intelecto, de las emociones y de la razón, parece haberse extinguido hoy, en tiempos de la inteligencia artificial y, sobre todo, de los algoritmos. Se minimizó. O, en la práctica, se esfumó. Existe la ilusión de que se puede “conversar” en las redes sociales. Hay toda una especie de idiotización colectiva al respecto. Un espejismo. Unos buscan aprobación a sus barrabasadas, o, por qué no, a sus afirmaciones consideradas brillantes. El reino del “me gusta” se tornó acrítico, además de unilateral. Y al negar la conversación, solo permanece en el enamoramiento de sí mismo y en la negación del otro, sobre todo si está en desacuerdo.
El buen conversador, hoy parte de una arqueología, no monologa; intercambia. Y, en esencia, escucha. Tiene interlocutor. Lo crea. Y sabe que conversar es una suerte de vacuna, de medicina preventiva, contra el dogmatismo (y contra el macartismo) tan en boga en redes sociales. Alguien decía que los nuevos bárbaros también envejecen y abren el espacio a otros nuevos bárbaros. Abundan en las pantallas. No se habla: se mira el celular.
Don Quijote y Sancho existen porque dialogan, porque hacen un viaje con las palabras, y con estas imaginan, recrean el mundo, descubren horizontes y son parte de una utopía, que en realidad es la que los hace andar. “Es casi seguro que Don Quijote y Sancho no hacen cosa más importante —aun para ellos mismos—, a fin de cuentas, que conversar el uno con el otro. Nada hay más seguro para Don Quijote que el alma ingenua, curiosa e insaciable, de su escudero. Nada hay más seguro para Sancho que el alma de su señor”, escribió Antonio Machado.
El narcisismo de hoy, promovido por las redes sociales, detesta la conversación. Le encantan los “likes” y su sumatoria ad infinitum. Destruye la solidaridad, alimenta el individualismo. Discrimina. Solo se simpatiza con quien opina igual; detesta la disidencia. Y a esta la pone en el campo de los enemigos. Es la novísima religión. Otro opio, otro mecanismo de dominación o sometimiento. Muy propicio para la creación de “mesías” y falsos redentores.
Ah, se me olvidaba decir que la conversación, además de ser hija de la libertad de pensamiento, es más rica y cálida si se acompaña con café. Timandra, la hetaira de novela (“mejor prostituta que político”, dice), afirmaba con pena que no volvería a existir nada parecido al ágora ateniense, donde, como en una plaza de mercado, se juntaban poetas y filósofos con la inteligencia popular de sabrosa habladuría. O chismorreo que llaman.