COLOMBIA HA SIDO CUNA DE BANDIDOS. Unos del poder, otros contra él. O, para entrar en detalles, contra el pueblo. Recuerdo la Elegía a Desquite, de Gonzalo Arango, cuando a la muerte en combate de aquel bandolero que de “tanto huir había olvidado su verdadero nombre”, escribió que se había hecho guerrillero no para matar, sino para que no lo mataran.
Ahora sí la muerte tocó al más viejo guerrillero del mundo, al resucitado varias veces, al legendario, al que una reportera le había pronosticado que en seis meses moriría de cáncer, al hombre de la toalla amarilla y los “haiga” (su gramática estaba en el fusil), al que también, como Desquite, perdió su verdadero nombre y respondió a un apelativo mortal: Tirofijo.
Murió, como su “parcero” Jacobo Arenas, de muerte natural, que no es la mejor de las muertes para alguien dedicado a la guerra. No sé si bajo otro cielo “que no fuera el siniestro cielo de su patria”, Pedro Antonio Marín Marín (su nombre de pila), hubiera sido un auténtico revolucionario o un misionero. Puede que Rousseau tuviera razón: “el hombre nace bueno y la sociedad lo corrompe”.
No sé si los bandoleros (sin el acento que ponen los militares al pronunciar esta palabra) nacen o se hacen, sobre todo en un país que le ha negado a la mayoría de gentes la oportunidad de vivir con dignidad. Los que sí se hacen son los de “cuello blanco”, que suelen caer hacia arriba. Tirofijo, cuyo abuelo paterno combatió en la Guerra de los Mil Días, fue producto, como Desquite y Sangrenegra y Efraín González, entre tantos, de una sociedad de la violencia.
De adolescente probó primero con la venta de dulces, la panadería, ayudante de carnicería, el comercio menor, a fin de conseguir con qué tener una finca con vacas y marranos. ¿Pero qué pasó? ¿Jugó su corazón al azar y se lo ganó la violencia? Ah, sí. La Violencia, la que él mismo, por sobrevivir, contribuyó a esparcir. Después del asesinato de Gaitán, esa violencia, que hundía sus raíces en el siglo XIX, tocó a miles de familias, entre ellas, la de quien más tarde se convertiría en Tirofijo.
Armó una guerrilla liberal para protegerse de los “chulavitas” y los “pájaros” y comenzó su auténtico infierno, no sólo el de ser un perseguido, sino el de convertirse en un actor de la violencia. ¿Cuántos hombres expulsados de sus tierras apelaron a la creación de movimientos armados? ¿A cuántos las armas les cambiaron la mentalidad? ¿Cuántos pasaron de víctimas a victimarios?
Colombia es una demostración del aserto “la violencia genera más violencia”. A la violencia liberal-conservadora, la sucedió la de las guerrillas izquierdistas, que tras perder “el rumbo revolucionario” se trastocaron en industrias del crimen y el narcotráfico. Y después, la de los paramilitares y las mafias. Y así, llevamos más de cincuenta años de desangres, en medio de una sociedad de injusticias y que no ha atacado las causas que generan la violencia.
El Mindefensa, al filtrar la noticia sobre la muerte del fundador de las Farc, dijo que él debía estar en el infierno. Pero, como en el caso de Desquite, Tirofijo ya purgó sus culpas en “el infierno sin esperanzas de su patria”. Y volvemos a lo mismo: ¿habrá manera de que Colombia sea un país de justicia y de vida digna para todos? De no ser así, Tirofijo resucitará.