La opinión, que puede dividirse en doxa y episteme, según las clásicas definiciones acerca de lo que está sustentado, con criterios científicos o de conocimiento, distinta a la simple expresión del sentido común o de lo que no se ha pasado por el tamiz de la razón, es una conquista de la democracia. Tiene tanto derecho a opinar el zapatero remendón (y no solo sobre su oficio) como el policía, el médico, el estudiante o el ama de casa.
La opinión solo es posible en ambientes de libertad, en los que la censura y la represión no son parte de la cotidianidad ni de la supresión de derechos públicos e individuales. La opinión, que puede ser a favor o en contra del poder o de cualquier otra instancia, es un hacer de la ciudadanía cuando se erige como participante de decisiones y no solo como un agregado pasivo al paisaje. Cuando crea opinión pública, aquella que no es la que está en la agenda de los medios informativos, el ciudadano es partícipe de la construcción de democracia.
Cuando en alguna sociedad se establece el “delito de opinión”, entonces puede tratarse de regímenes dictatoriales. Debe ser que se ha engendrado una especie de deidad profana que se yergue como la única con voz y voto, que está por encima de los seres que pueden acogerse a una deplorable servidumbre voluntaria (o, al contrario, declararse en insurrección, en desobediencia civil) o ser víctimas de la mordaza permanente. La libertad, y en este caso, la de opinión, se esfuma y solo puede ser ejercida por los conmilitones o comparsas del sátrapa.
Ha habido en Colombia distintos tiempos de tiniebla en los que ha peligrado la opinión contra el poder. En las jornadas funestas del Monstruo, que cerró periódicos y hasta el congreso (aunque ya su antecesor lo había clausurado), opinar se tornó una actividad de alto riesgo para quien se atreviera a tocar las fibras y métodos del dictador. El escritor Jorge Zalamea, del quincenario Crítica, ante el acoso y las intimidaciones, tuvo que irse del país. En el exilio, escribió El gran Burundún-Burundá ha muerto, novela mezcla de poema y panfleto.
En épocas de barbarie, con chulavitas y “pájaros” desangrando los campos y pueblos de Colombia, “Zalamea convirtió su máquina de escribir en una ametralladora de letras”, como lo expresó en un prólogo Alfredo Iriarte. El gran Burundú se convirtió en una “alegoría colosal del poder absoluto”, en una suerte de pieza sonora para ser “declamada ante las masas” y en testimonio de un tiempo de atrocidades.
Hombre libre, decía Aristóteles, es aquel que es para sí mismo y no para otro. Es el que alcanza la autonomía, la facultad de pensar por sí solo y de oponerse a cualquier tipo de cadenas y grilletes. Y el que es capaz de discernir los caminos de la libertad. En los tiempos de alias el Monstruo, la libertad fue objeto de atropellos y otras ignominias. Después, como una resurrección del ejercicio del despotismo, advinieron los días de espanto del Estatuto de Seguridad de Turbay Ayala, un presidente que, como ningún otro de nuestra tragicómica historia, estimuló el ingenio popular para la creación de chistes a granel.
Opinar contra el poder ha sido una actividad de alto riesgo en Colombia. Sobre todo, porque no han faltado los burundunes, los que se creen mesiánicos, los que les gustaría que no existiera ningún tipo de libertad para no ser objetos, ellos, con sus borborigmos y eructos de heliogábalo, de las “ametralladoras de letras”. Y entonces, lo más fácil, y, a la vez, lo más antidemocrático, es irse contra la libertad de expresión, de pensamiento. Solo aceptan estos sumos pontífices de la represión y el autoritarismo, el incienso y a los columnistas y dirigentes lambones.
Si por ellos fueran, por los burundunes tropicales, acabarían con todo vestigio de democracia. Darían cualquier “zona franca” para mandar a la fiscalía o mantener entre rejas a los que se atreven a desnudarlos, a los que dejan en evidencia “el hedor de los que mandan”. Quizá estos pelafustanes todopoderosos, en los que reencarna la autocracia, aspiran a tener a sus pies no solo a los turiferarios —que abundan— sino a los que han alzado su voz contra las tropelías y desafueros.
Los días del Monstruo no han terminado. Se han quedado, como una peste, en sus herederos. Los que han sucedido sin vergüenza alguna al gran Burundún-Burundá. Continuadores de la infamia. Los novísimos burundunes quieren solo a la “claque”, al comité de aplausos, a los estilistas de la lambonería… Y ni riesgos, no vaya a cuestionarlos. Mínimo, le pueden dar en la cara…