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Sombrero de mago

La perrita de la Guerra Fría

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Reinaldo Spitaletta
08 de noviembre de 2022 - 05:01 a. m.
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Después de las explosiones de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki, el mundo, recién salido de la peor confrontación bélica de la historia, se sumió en un susto sin fin por una posible hecatombe nuclear. Fue el principio de la Guerra Fría, un tira y afloje entre las dos superpotencias de entonces: Estados Unidos y la Unión Soviética. Ambas se repartieron el orbe e iniciaron una maratón de tensiones universales. Lo único explícito era que ya no habría una tercera guerra mundial, pese a los discursos apocalípticos de ambos bandos.

La Guerra Fría nos dejó, además de novelas y filmes de espionaje, la crisis de los misiles entre Kennedy y Nikita Kruschev (el mismo al que los cubanos le gritaban “Nikita, mariquita, lo que se da no se quita”) y, en sus comienzos con distintas calenturas, la desaforada carrera espacial, de la que picó en punta la URSS en los años cincuenta, con su programa de satélites artificiales y de enviar al espacio seres vivos para observar sus comportamientos. Primero fueron moscas, después mamíferos. Y los seleccionados para la experimentación de la “ciencia y el progreso” fueron los perros.

Y en ese punto apareció la perrita Laika, más famosa que muchos astronautas (y cosmonautas) y cuya historia se erigió como unos de los pilares de la conquista espacial, con todos sus bemoles, secretos, conspiraciones y otras expresiones peliculescas, con suspenso y acción. El 3 de noviembre de 1957, la perra callejera, moscovita, nada interesada en socialismos ni capitalismos, Laika (que significa “ladradora”) partió en el Sputnik 2 hacia el espacio exterior.

La andariega Laika, mezcla de terrier y alguna raza nórdica, “hija de padre desconocido y de madre demasiado conocida”, como anotaron por ahí, de cinco kilogramos y conocedora de las calles moscovitas, fue la elegida para pasar a la historia de la Guerra Fría, el espionaje, la conquista del espacio, la experimentación científica… La perrita pionera. La que se sabía de antemano que no iba a sobrevivir a esa faena que pretendía conocer cuáles eran las reacciones de un organismo vivo en una misión espacial. Eran los preparativos para que, más tarde, el hombre llegara al espacio, con intereses que trascendían lo científico y se ubicaban en los de la política y el poder.

A Laika, la perrita cosmonauta, le adecuaron un traje espacial, un arnés, y la despidieron con besito y todo en la nariz. Se sabía que no sobreviviría. Uno de los participantes del proyecto, el científico Dimitri Malashenkov, reveló muchos años después que había muerto “por estrés y sobrecalentamiento”, entre cinco y siete horas después del lanzamiento. Otro de los científicos, Oleg

Gazenko, responsable del envío, dijo en 1998: “Cuanto más tiempo pasa, más lamento lo sucedido. No debimos haberlo hecho…Ni siquiera aprendimos lo suficiente en esa misión como para justificar la pérdida del animal”.

Si usted ve fotografías de Laika le notará una especie de misteriosa sonrisa y simpatía hermética. Se le ve canchera, como buena experta en trajines de calles y callejones. Cuando se propuso a Kruschev que se enviara un perro al espacio, este aceptó de inmediato porque jamás había tenido un cachorro. Eso se dice con cierto humor negro. Hubo otros canes, candidatos a la “inmortalidad” en esa misión. Albina perdió porque estaba embarazada y Mukhu, “por tener curvas poco fotogénicas en las patas”.

Después de muerta, la perrita siguió dando vueltas a la tierra (ella y su satélite dieron 2.370 vueltas en órbita). El satélite con el cuerpo de Laika ardió al entrar en la atmósfera el 14 de abril de 1958. La Guerra Fría (y la carrera espacial) adquiría otras dimensiones, en la que perros y monos, servían como especies de soldados en la desbocada búsqueda de las superpotencias por dominar el mundo y sus afueras. En 1961, Yuri Gagarin se convirtió en el primer hombre en el espacio. “Fui la primera persona y el último perro en el espacio”, dijo.

Por aquellos tiempos no faltó quien dijera con cierta guasa que en vez de Laika hubieran mandado en el Sputnik 2 a Nikita Kruschev, líder revisionista y cabeza visible de la URSS en esa fase de la Guerra Fría, cuyas primeras calenturas se habían dado ya en la guerra de Corea. Por esos mismos tiempos, en todas partes bautizaron a sus mascotas como Laika, en días en que también se estilaban nombres de perros como Trotski y Nerón (quizá este último por el influjo del filme “Quo Vadis?”, adaptación de la novela de Henryk Sinkiewicz).

A Laika la recuerdan estampillas, poemas, canciones, marcas comerciales de cigarrillos y chocolates, y también las luchas de movimientos animalistas. La figura de la histórica perrita asoma por las rodillas de un cosmonauta ruso en una escultura conmemorativa en la Ciudad de las Estrellas. En Moscú se erigió en 2008 una estatua de bronce con Laika como protagonista. Dicen que allí no faltan las flores y a veces alguien deposita una lágrima.

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