Han sido tantos nuestros muertos, tantas las ausencias y las desapariciones, que tal vez como un síntoma de resistencia, nos fuimos acostumbrando a las penas. Sin embargo, la memoria, pese a todas las talanqueras impuestas por el poder, no se ha dejado exterminar. A Colombia, creo, hay que reconstruirla sobre la memoria y no sobre los olvidos. Sanar un poco las antiguas y recientes heridas, sin ánimos de vindicta, puede ser una muestra de civilización y de lucha permanente contra la barbarie.
El proceso de paz, que hay que consolidar, ha dado en estos ámbitos (los de la historia y la memoria) unas dimensiones antes desconocidas al perdón, a la reparación de víctimas (no siempre), a los debates en torno a quiénes somos como país, como cultura (¿o incultura?) y a mitigar tantos dolores juntos. Algunos sectores de la sociedad, los más excluyentes, han visto la suscripción de la paz entre el Estado y la guerrilla de las Farc, como un acto de impunidad. Otros —la mayoría— la observan y promueven como el principio de la reconciliación nacional.
Tiene tantos significados que una guerrilla, protagonista durante más de cincuenta años de una serie de actos que fueron desfigurando sus inicios de autodefensa del campesinado sin tierra hasta erigirse en una montonera delincuencial, haya suscrito un acuerdo de paz, que ya comenzamos a saber más acerca de sus abundantes desafueros.
Y pese a la cantidad de despropósitos y desmanes (muy similares en todo caso a los cometidos por los paramilitares), buena parte del país, parece que en forma mayoritaria, cierra filas en torno a la consolidación del proceso de paz, tan saboteado desde posiciones reaccionarias que han querido hacerlo “trizas”. Nuestra historia más reciente, digamos la que comienza a ser distinta por los actores y los nuevos dramas colectivos a partir de la década del sesenta, cuando ya la denominada Violencia había sembrado de horrores los campos del país, con más de trescientos mil muertos, es la de la irrupción de diversas guerrillas y del paramilitarismo.
Este último, consolidado como un proyecto político de terratenientes y ganaderos desde la década del 80, bañó de sangre y terror a Colombia. Unos y otros convirtieron el territorio nacional en una especie de Campo de Marte para rendir tributo al dios de la guerra, a las matanzas y a la crueldad con la que trataron a sus víctimas. Hoy es un día para los anales históricos. Conoceremos el informe final de la Comisión de la Verdad. Un llamado al “nunca más”.
El médico Saúl Franco, víctima de todos los actores del conflicto armado, es uno de los comisionados. Dice que la guerra ha dejado cicatrices profundas, que no han sanado. “En muchos casos se han abierto más”, según dijo en un reportaje de El Espectador, publicado el pasado 24 de junio. Franco es uno de los sobrevivientes de 1987, cuando el paramilitarismo, en alianza con organismos de seguridad del Estado, se ensañó en Medellín contra opositores políticos y defensores de derechos humanos, entre los que estaban los médicos Héctor Abad Gómez y Leonardo Betancur.
Franco, para quien la violencia también es un problema de salud pública, teme una cosa aterradora: que Colombia no se estremezca ni se sensibilice con el informe de la Comisión de la Verdad. La guerra no es el camino, advierte. “Me da miedo que el país no dimensione la magnitud de lo que ha sido el conflicto armado y que sigamos anestesiados, que nada nos conmueva después del informe”.
Hoy conoceremos detalles escabrosos sobre infinidad de violaciones a los derechos humanos, extorsiones, secuestros, torturas, desapariciones, hostigamientos, asesinatos y un cúmulo de irrespetos a la dignidad humana cometidos por el paramilitarismo, la guerrilla, agentes del Estado, y acerca de las víctimas. Cómo el país ha resistido más de cincuenta años de dolores. Cómo ha sido el despojo. Y cómo el sufrimiento de miles y miles de víctimas.
El médico salubrista, que participó en la redacción del capítulo “Sufrir la guerra y rehacer la vida”, contó en el reportaje citado cómo hubo momentos de intensa emoción cuando se reunió en Saravena con mujeres buscadoras de desaparecidos. “Ver esa tenacidad a pesar de sus dolores y escuchar cómo hablan de sus hijos desaparecidos hace 25 años, como si hubiera ocurrido ayer, me estremeció”.
Debe haber distintas maneras de medir el sufrimiento, las angustias, los pesares, los dolores de ausencia, los atropellos, en fin, todo un sartal de desmanes e ignominias presentados en más de cinco décadas de guerra, de barbaridades y deshumanización en Colombia. El informe de la Comisión de la Verdad debe contribuir a la racionalización de estas atrocidades y a restañar tantas heridas.
Memoria es lo que nos hace falta. No ocultar la historia. Reconstruirla y darla a conocer. Puede ser una manera de poner en evidencia a los verdugos, una forma de buscar otras herramientas para construir un nuevo país. Esta puede ser la hora del alba.