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La vulgar farándula del fútbol

Reinaldo Spitaletta

05 de diciembre de 2011 - 05:50 p. m.

El gusto por el fútbol parece estar ligado a la infancia, esa pequeña y tal vez única patria del hombre.

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Al ejercicio lúdico (así se dice ahora) de patear una pelota como disfrute colectivo, de compartirla con los otros, de llegar en momentos cumbre al orgasmo del gol (expresión nada original, pero cierta). La pasión por el fútbol puede comenzar en el baldío, el potrero, la calle (hablo de tiempos viejos), en el pedido al Niño Jesús de un balón, de ese que te convertía en el rey de la gallada, pero, a su vez, en un buen promotor de la amistad, de la construcción de cofradía.

El fútbol, al dejar la barriada, se tornó en lucrativo negocio. En espectáculo de masas, incluso en un nuevo opio popular. Ya no era aquél de la gambeta que se compara con la divinidad, ni el de la feria de jugadas en las que el preciosismo era básico como modo de la creación, de la inspiración. Era ya materia de transacciones, de dólares, euros, oro, “vil ramera de los hombres”. Una expresión más de las transnacionales. Y la Fifa no es más que una de ellas, tal vez la más grande. Compra y vende, dicta e impone su ley, y todo por más de un puñadito de dólares, caramba.

Hoy, cuando la llamada globalización del capitalismo te pone en igualdad de condiciones para ver al Barcelona (para los muchachos de antes era una lejanía, una manera de contestarle al franquismo, por ejemplo) o al Deportivo Independiente Medellín, el fútbol ha ido perdiendo asuntos que tenían que ver con el territorio y la identidad social. Se volvió mercancía y el deportista un objeto de compraventa. Antes, en las canchas del barrio se jugaba por diversión, como los chicos aquellos que cuenta Galeano, los de Callela de la Costa. Hoy, en general el deportista, sobre todo el de los vicios tercermundistas, es un impotable.

El gusto por el fútbol, digo, se destila desde los tiempos primeros, cuando era parte de un descubrimiento del mundo, de un puente hacia otros conocimientos. Era un ritual de infancia, un encuentro con los otros, que eran, en sí mismos, dueños del universo sin requerir transacciones.  Ese fútbol de potreros era hecho por actores que no requerían espectadores. Una epifanía. Un momento de éxtasis del ser que apenas comenzaba a saber de las contradicciones de la existencia.

Y ese gusto se fue perdiendo (en mi caso), porque el fútbol, el mismo que el cronista argentino Dante Panzeri decía que era la dinámica de lo impensado, se volvió, sobre todo en Colombia, territorio de mercachifles, de mafiosos, de lavadores de activos, y de negociantes de pacotilla. Los futbolistas, esos que antes uno veía como los oficiantes de un ritual hermoso, se convirtieron en comparsas sin talento, en pretenciosos muñecos de farándula, rodeados, además, de una ignorancia asquerosa, a la que le hacen coro muchos llamados periodistas deportivos (con honrosas excepciones), que al igual que aquéllos se transmutaron en faranduleros de poca monta.

Y no sólo porque ya no hay creatividad, ni estética, ni jugadas de fantasía (el fútbol de hoy como atentado contra la imaginación), sino porque la delincuencia y el bandidaje suplantaron al feligrés, al hincha de corazón, que tenía el fútbol de domingo como una especie de encuentro con lo impredecible, con el dios balón, con los sacerdotes que lo llevaban de un lado a otro en una ficticia construcción de paraíso recuperado. Ya no. Es una grosería, sobre todo por estos lares tan llenos de desamparos y desasosiegos sociales.

Ah, sí, pero todavía hay alguna esperanza de volver a la poesía del gramado. Creo que Messi sigue dando lecciones de humildad y, claro, de talento. En él, el fútbol sigue siendo el arte de lo inesperado. No es vedette, no es como los divos de por aquí que se tiran a revolcarse en el piso cuando medio los tocan. No tiene la pretensión del arribista. Juega y listo. Divierte y eso ya es parte de la esencia del fútbol como manifestación de la inteligencia (sí, de la “inteligencia en movimiento”, que decía Maurois). Hoy, con el fútbol, no es posible aprender lecciones de moral. Y se volvió, en particular en Colombia, la máxima muestra de vulgaridad y de atentado contra la decencia y el buen gusto. Y en vez de divertir, duele como un autogol. Qué falla.

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