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En Medellín, hay una escultura llamada El árbol de la vida, de Leobardo Pérez, confeccionada con más de veintisiete mil armas blancas, recogidas por las autoridades en procesos de desarme en distintas barriadas de la ciudad.
En el Parque del Periodista (al cual algunos guasones lo denominan el Parque Bukowski), otra escultura recuerda una masacre de muchachos de Villatina, ocasionada por fuerzas oficiales.
Ahora, según una nota confidencial de la revista Semana, sobre las conversaciones de paz en La Habana, el fin del conflicto, o por lo menos la suscripción del acuerdo, tiene unas trabas (nada que ver con aquellas ocasionadas por la “marimba”): qué hacer con las armas de las Farc (o de “la Far”, según la pronunciación del vocero mayor del Centro Democrático). El gobierno quiere, en una posición que tiene lógica de Estado, que sean destruidas. Por su parte, el grupo guerrillero dice que con ellas deben construirse esculturas en determinadas regiones de Colombia “como símbolo de su gesta heroica”.
En otras palabras, las Farc aspiran a que la historia de su lucha armada sea reivindicada como un acierto, cuando, y aquí se podría citar al padre Francisco de Roux, la vía armada no cambió nada en el país y, al contrario, todo lo hizo peor. O como han dicho dirigentes de la izquierda democrática, la apelación al expediente de las armas lo que ha hecho es retrasar los procesos democráticos y revolucionarios, las transformaciones al servicio de los humillados y ofendidos. Y, como efecto, ha provocado el fortalecimiento de los discursos dominantes y de las acciones oficiales en contra del común.
Quizá se pudieran manufacturar esculturas con algunas armas de la guerrilla, como símbolo del fracaso de esa táctica, o tal vez como un recurso para la memoria histórica y los éxitos (en caso de haberlos) de la firma de los acuerdos de paz. Sobre estos, valdría recordar las palabras del precitado jesuita sobre los enfrentamientos que La Habana ha producido entre el presidente Santos y el expresidente Uribe: “Lo que está en juego no es el futuro del presidente Santos, ni el futuro político del expresidente Uribe, ni el futuro del Eln, ni el futuro de las Farc, sino la posibilidad de que nosotros podamos vivir como seres humanos”.
Y vivir como seres humanos en Colombia requiere, además de los acuerdos de paz, una transformación radical en la sociedad, la construcción de mecanismos que vulneren las causas de las inequidades y la elevación del nivel cultural de las mayorías. Y se entiende por cultura la posibilidad de acceder a la educación, a un sistema eficiente de salud, al conocimiento y la repartición justa de la riqueza.
Los errores históricos de la guerrilla podrían esculpirse con sus propias armas, como monumentos que pudieran representar el perdón, el “nunca más”, y no, como parece pretender, para ensalzar sus desafueros y desviaciones. Y a la guerrilla (cuando se cuelgue el prefijo “ex”) habrá que garantizarle espacios para la política legal, para que, además, cuando ya esté en el ejercicio de las filosofías y programas de lo que se denomina izquierda democrática, también pueda efectuar sus autocríticas acerca de los rumbos equivocados.
Y en ese sentido, las esculturas con las armas como materia prima pudieran ser una suerte de catarsis, de registro de unas épocas de desastres y desolaciones. Tal vez, en el país hagan falta más expresiones artísticas que den cuenta de adversidades y bárbaras témporas. Pueden ser elementos nemotécnicos para el aprendizaje de la historia, para la recordación de acontecimientos macabros (la Violencia, la masacre de las bananeras, el bandolerismo, las matanzas de los paramilitares…). El arte como una posibilidad de que haya perdón pero jamás olvido.
Cuántas obras artísticas (novelas, esculturas, pintura, cine, teatro, música…) hay sobre genocidios y acerca de los infinitos desafueros humanos. Quizá en Colombia hace falta un museo de la infamia, colecciones y álbumes que den cuenta de tantas miserias y desventuras, casi todas estas padecidas por los olvidados de la historia.
Débora Arango, Gómez Jaramillo, Botero, Obregón, Granada, tantos otros, han testimoniado con su paleta diversas violencias, como la bipartidista, la de los narcos, las de los paramilitares, en fin. Como decía un historiador, Colombia es un país que ha acumulado diversas manifestaciones de la violencia, un ramillete de desbocados conflictos.
Tal vez algunas de esas armas pudieran servir para hacer con ellas homenajes a la vida y al derecho a la paz.
