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Las llamas de la neoinquisición

Reinaldo Spitaletta

06 de febrero de 2023 - 09:02 p. m.

El mundo (que, como lo dijo alguien, “no cabe en los esquemas”) asiste a comportamientos repulsivos que oscilan entre la adoración infinita por el “yo” narcisista hasta las presencias, disfrazadas de “progresismo”, de la cancelación del distinto o del contrario, de apologías al pensamiento único y de gestos, palabras e ideas que son parte de un “nuevo” dogmatismo. Ya, en determinados ámbitos, ni siquiera se puede hablar del imperialismo (o, mejor dicho, contra él), porque, para ciertos sectores, cooptados por políticas del sometimiento y la negación de la crítica, ya no existe.

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Las nuevas inquisiciones, disfrazadas de “revolucionarias”, desean someterlo todo a su visión (en otro tiempo podría haberse dicho a su miopía) reduccionista. Y creyéndose poseedoras de la verdad (cualquier cosa que esto signifique), apelan a la descalificación del otro porque no cabe en su coto de caza o porque ya no es posible llegar a lo que, en otros tiempos (vistos hoy como retardatarios) se consideraba como la disensión civilizada o el desacuerdo argumentado.

El resurgimiento de la inquisición, ya no tanto en lo religioso sino en aspectos que tienen como blanco las artes, la filosofía, el pensamiento, conlleva mecanismo de persecución, censura y negación del que no se me parece o difiere o no encaja en mis “pensares”. Como lo señala Álex Kaiser, se trata, en el siglo XXI, del “colapso de la esfera pública como espacio de diálogo relativamente racional, para dar paso al irracionalismo, esto es, a una dictadura de los sentimientos y de ideas enteramente subjetivas acerca de la verdad, lo cual siempre ha sido la antesala de linchamientos y de lógicas de confrontación tribal incompatibles con una sociedad libre”.

Y en ese batiburrillo de los neoinquisidores, de los “canceladores”, de los reencauchadores del fanatismo, aparecen los que, al modo de las dietas eclesiásticas, canonizan sobre qué se debe leer y qué no, qué se puede ver, qué pensamiento hay que excluir porque no encaja en los esquemas o en el syllabus. Hace dos años, Agnes Callard, profesora de filosofía de la Universidad de Chicago, se preguntaba si había que cancelar a Aristóteles de los programas de formación académica, por haber sido “defensor de la esclavitud y contrario a la noción de igualdad humana”, o si, al contrario, criticándole esos aspectos (propios de la época en que vivió), reconocemos que “no es nuestro enemigo”.

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“Él (Aristóteles) puede ayudarnos a identificar los fundamentos de nuestros propios compromisos igualitarios; y su sistema ético puede capturar verdades, por ejemplo, sobre la importancia de aspirar a la excelencia extraordinaria, que todavía tenemos que incorporar a la nuestra”, apuntó la académica.

Según las novísimas inquisiciones habría que cancelar a casi todos los artistas, músicos, escritores, pensadores, porque en sus ámbitos personales o fueron unos hijos de la gran puta o viciosos o perniciosos o mujeriegos y cometieron en sus vidas privadas —o quizá públicas— desmanes, o porque en su ideología eran reaccionarios o muy revolucionarios, etcétera. Al descontextualizar su tiempo, al observarlos con los ojos del siglo XXI, al desconocer la historia, se mandan a la hoguera.

Desde luego, hay comportamientos inadmisibles de intelectuales y artistas, pero, por ello, no hay que cancelar sus obras. Ni quemarlas. Recuerdo hace años, en ámbitos universitarios, atravesados por concepciones extremoizquierdistas (la enfermedad infantil del “izquierdismo”), que se “prohibía” por ejemplo leer a Borges, “por derechista”. O, en ese mismo sentido (o contrasentido), no se podría leer ni a Céline ni a Knut Hamsun, por sus simpatías con el nazismo, o a Sartre por su maoísmo. Hoy, al parecer, el mundo resucita esas deplorables desviaciones, las “cacerías de brujas”, el redivivo Ku Klux Klan de la intolerancia y la óptica sesgada sobre creaciones y autores.

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En 2023 se cumplen dos aniversarios de dos grandes artistas: Picasso (cincuentenario de su muerte) y Norman Mailer (centenario de su natalicio), conmemoraciones atravesadas por la “cultura de la cancelación” o de las inquisiciones “posmodernas”. En el caso de este último, un representante luminoso del llamado “nuevo periodismo” estadounidense y un novelista de “alta alcurnia literaria” (bastaría solo, de su extensa producción, Los desnudos y los muertos para ganar la inmortalidad), puede estar en la mira del rifle de los “progresistas” contemporáneos, porque, se dirá, era un “mujeriego incorregible”, y hasta apuñaló con un cortaplumas a su segunda esposa.

Y del genial Picasso, ni hablar. Ha sido llevado al cadalso por su misoginia y patriarcalismo (también habría que tener la visión de las mujeres que lo amaron). Era el brillante artista (parte del “arte degenerado”, según la visión de los nazis y del régimen de Vichy, en los tiempos de la ocupación en Francia, y también fue un “héroe de la resistencia”) un tipo detestable en muchos aspectos, según se sabe. Pero no debería revolverse lo uno con lo otro.

Por encima de sus cuestionables comportamientos individuales, las obras de Picasso y Mailer persistirán en la historia, aunque a unos y a otras los quemen en los inquisidores fuegos de los infiernos de hoy.

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