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Diciembre, esa palabra que al pronunciarla a muchos transforma, está ligado a la memoria (¿a la nostalgia?), en particular cuando ya se es adulto, y a la inauguración del mundo, cuando se es niño.
Diciembre reinventa. Conduce a imaginar, a caminar por senderos jamás recorridos, a ser distintos. Diciembre se vuelve música, se transmuta en una variedad culinaria, se torna poesía, como sucede, por ejemplo, en el imprescindible relato de Truman Capote, Un recuerdo de Navidad; o canción tristona, como pasa con la melodía de Noche de paz, un villancico austriaco de todas las culturas.
Diciembre es tiempo para recuperar la infancia. Volver a contar relatos de Andersen, como, por ejemplo, La fosforera, o para llevarse una sorpresa por ese final inesperado de El regalo de los reyes magos, un cuento del escritor estadounidense O. Henry. Y digo que es para volver a la lejana infancia, cuando se torna a evocar la voz de la tía que hablaba de la confección de pesebres, de ir a la finca La Selva, en Bello, a cortar “chamizos” para el árbol de navidad, que entonces, por los sesentas, se forraba en algodón y florecía con frágiles borlas verdes y rojas. Eran días antiecológicos, sin duda, aunque los daños ambientales eran menores que los causados por las vacas y las chimeneas fabriles.
Diciembre es propicio a la literatura. Stefan Zweig, novelista, ensayista, biógrafo, decía que “el encanto de la Navidad hermana la poesía y el sentimiento religioso”. Charles Dickens, el gran escritor inglés, dejó para la posteridad, entre otros libros, dos obras que de varias maneras son como un canto a la infancia y, además, a ese tiempo de fuegos de artificio y comidas distintas: Cuento de Navidad y El grillo del hogar. El primero, de hondo contenido poético, es un libro de fantasmas, de refinado humor, en el cual el señor Scrooge, avasallador y avaro, sufrirá una transformación radical el día de Navidad; el otro, es una historia de duendes que surgen de los campanarios. En ambas, el espíritu de diciembre flota entre la niebla y el misterio.
Nuestro Tomás Carrasquilla, el mismo que inventó un pueblo y un lenguaje, nos introduce por navidades –ya no tanto antioqueñas sino bogotanas-, en el magnífico cuento titulado El rifle. Es una historia que combina los ambientes de almacenes con un trágico desenlace, en el que el escritor (como lo hizo en el cuento ¡A la plata!) involucra maneras de una narración moderna. Es un cuento imperdible y que merece relecturas, en particular en estos tiempos en que “el rojo sobre el verde canta”.
Para los que deseen reconstruir viejos diciembres antioqueños son necesarias las lecturas de varias crónicas de Sofía Ospina de Navarro, una retratista de mentalidades y costumbres, cuyos textos permiten a investigadores de hoy revivir la memoria cultural de una comarca y de quienes, como señaló Fernando González, se “sepan hijos del sol y de la tierra”.
García Márquez tiene dos notas de prensa sobre diciembre, publicadas en 1980. En “Estas navidades siniestras”, tras analizar las mistificaciones y penetraciones culturales, concluye que los niños, tras la comercialización y el consumo, terminarán por creer que “de veras el Niño Jesús no nació en Belén, sino en Estados Unidos”. La otra, titulada Cuento de horror para la noche vieja, es un acontecimiento extraordinario que sucede en Arezzo, Italia, en el castillo medieval del escritor venezolano Miguel Otero Silva. Es un relato gótico sobre el espectro de Ludovico.
Diciembre, insisto, es propicio a todas las literaturas y, con ellas, a emprender un viaje renovado a los tiempos de globos, musgos y fuego de hogar. Un viaje imaginativo a la infancia recuperada.
