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El fútbol, según el punto de vista, puede ser un juego insulso protagonizado por veintidós payasos (como calificó Garrincha a los futbolistas), con una horda de bobos que lo observan y enloquecen en un estadio (o al frente de una pantalla). Podría repetirse, con Lionel, “¿Qué mirás, bobo?”. También puede ser, por qué no, a lo Javier Marías, la recuperación semanal de la infancia, o como lo advirtió hace años un cronista mayor como Dante Panzeri, director de El Gráfico: El fútbol es la dinámica de lo impensado.
El fútbol (digo, el de antes) era una esperanza dominical, un ritual para ofrendar oraciones a las divinidades en una cancha, con feligreses bulliciosos. Había una expectativa toda la semana, con comentarios y sobresaltos, con especulaciones y ganas de que adviniera el domingo para estar en el estadio, ese lugar paradisíaco e infernal en el que los sentimientos pueden ser de felicidad o desventura. O una mezcla de todas las emociones.
“El fútbol es ciencia oculta de imposible enseñanza académica. El fútbol es empirismo”, enunciaba Panzeri en un libro que, según él, no servía para nada, ni mucho menos para jugar al fútbol, sino “para saber que, para jugar al fútbol, no sirven los libros. Sirven solamente los jugadores… y a veces ni ellos, si las circunstancias no los ayudan”. Y no faltan los que digan que ni el fútbol ni los jugadores sirven para nada. Que nada le aportan a la sociedad. Y aquí podría extenderse el extraño razonamiento: ¿Y para qué le sirven a la sociedad monaguillos, curas, monjas y sacristanes?, por ejemplo. En cambio, los payasos sí son necesarios, sobre todo uno como Garrincha, genio de la gambeta, alcohólico, enloquecido por Elza Soares.
El futbol, como se sabe, puede ser objeto de estudio filosófico, etnográfico, sociológico y hasta poético. La literatura lo ha elevado a gloriosas dimensiones, con combinatoria de lágrimas y risas, con henchidas metáforas de vida y muerte. En un cuento corto de Jairo Aníbal Niño, un estudiante de colegio, en la clase de filosofía, dictada por una maestra muy joven, sube a todos los cielos cuando, al presentar el examen final, la profe le señala que se parece a Sócrates. El muchacho se inunda de entusiasmos por haber recibido, según él, el mejor elogio en su corta existencia: parecerse a Sócrates, jugador del Corinthians y de la selección de Brasil.
Y no era la comparación cualquier bagatela. Sócrates fue revolucionario, médico y uno de los mejores futbolistas de la historia. También era alcohólico y de esa condición provino su muerte. Como la de otros futbolistas, incluido Garrincha, incluido Corbatta. Sócrates Brasileiro Sampaio de Souza Vieira de Oliveira no solo era un gran futbolista, sino un líder popular, opuesto a la dictadura brasileña de los ochenta. Forjador de la “Democracia Corintiana”, el futbolista socialista, buen lector de pensadores como Hobbes y Maquiavelo, cuando militó en la Fiorentina pudo leer en su lengua original a Antonio Gramsci.
El fútbol, según el punto de vista, puede ser alienante, otro “opio del pueblo”, un estupefaciente para alejar de las luchas sociales a los más necesitados, en fin. Se sabe que ninguna revolución puede ser detenida por un gol, ni el éxtasis colectivo en un estadio puede tapar las miserias, la represión contra los opositores a un régimen (como sucedió en el Mundial de Argentina 78, que puso a las Madres de Mayo a denunciar las tropelías de la dictadura), ni frenar las ansias de cambiar las estructuras de un sistema político o social.
El fútbol, digamos el de potrero, que era el incontaminado, en el que aún no se disputaban intereses transnacionales, ni aparecían mafias de apostadores, tuvo su lírica, su poesía. Y sus cronistas, como Borocotó (Ricardo Lorenzo), que lo recordaba con sus atardeceres malva, los ambientes del barrio pobre (como en un tango), las gambetas inesperadas, el carácter que les daba a los que en esas extensiones soñaban con un cielo estrellado y un estadio.
El fútbol, o la “inteligencia en movimiento” (según un académico francés), creó en aquellas barriadas de otros días una suerte de aristocracia del balón. Los mejores, los que estaban tocados por las musas, los dribladores, los que pateaban con excelsitud, los elegidos por los dioses de la pelota, estaban en un cielo, alcanzado no por oraciones ni indulgencias, sino por ciertas exquisiteces. Los más malos (a los que en los “picados” se escogían de últimos) hacían parte de los discriminados.
El fútbol, ritual atravesado hoy por las astucias de don dinero, el que con sus reflectores y cámaras obnubila multitudes, ahoga con la algarabía del gol los lamentos de trabajadores, el maltrato a los desdichados inmigrantes obreros, como acaeció en Qatar. Ninguna sangre de albañil puede interponerse en la trayectoria del balón que besa la red. El fútbol tiene momentos cumbre, extáticos, de inusual emotividad. Una gambeta de prodigio, un gol, un campeonato, nos transmuta en locos. O puede que solo nos embobe. “¿Qué mirás, bobo?”.
