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Los derechos no se mendigan…

Reinaldo Spitaletta

26 de junio de 2023 - 09:00 p. m.

Larga, sangrienta y tenaz ha sido la lucha de los trabajadores por sus derechos. Viejas aspiraciones como las de los Tres Ochos, cuyos iniciales gritos se emitieron en Europa y Estados Unidos, y continuaron por países de América Latina, dejaron una estela de detenidos y muertos, como los célebres Mártires de Chicago. Desde la primera huelga que en Colombia hubo, la de las cuatrocientas señoritas obreras de Bello, en 1920, pasando por las atrocidades cometidas por la United Fruit Company en Ciénaga y la zona bananera, los proletarios de estos suelos han conquistado derechos que después gobiernos antidemocráticos se los han birlado.

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Las gestas de los trabajadores colombianos ya son de vieja data y en lo político también se han hecho sentir, en una huelga general o para cívico nacional, como el organizado por todas las centrales obreras el 14 de septiembre de 1977 contra el gobierno de Alfonso López Michelsen. En diversos momentos, los obreros se expresaron en calles y fábricas para obtener mejores condiciones laborales relacionadas con la salud, las cesantías, las horas extras, las vacaciones y otras reivindicaciones.

Sabían en la preparación y ejecución de aquellas jornadas que los derechos no se mendigan; se conquistan y arrebatan, como hace tantos años lo advirtió el cubano José Martí. Sin embargo, y a partir de ciertas coyunturas, nacionales e internacionales, esos derechos adquiridos en arduas batallas, fueron blanco de las enajenaciones concebidas y llevadas a cabo por el Consenso de Washington, la doctrina neoliberal, las aperturas económicas como la empezada en Colombia en 1990 en el gobierno catastrófico de César Gaviria, y así en los subsiguientes.

De tal modo, las reformas laborales que advinieron tuvieron como objetivo, y bajo pretextos de ampliar la cobertura de empleo, la precarización de los trabajadores, a los que, con distintos sonsonetes oficiales, se les suprimieron derechos, se tercerizó mano de obra, se disminuyeron tablas de indemnización, se aumentó la jornada diurna y se suprimieron las horas extras y los recargos nocturnos, en fin. Toda una conspiración contra quienes, en últimas, son los productores de riqueza. Y, como bien se sabe, no hubo más ampliación de puestos de trabajo, sino más desempleo.

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La más reciente propuesta de reforma laboral, impulsada por el gobierno de Petro, era, en esencia, una posibilidad de recobrar los derechos perdidos de los trabajadores, ajustar las jornadas laborales en días de descanso y festivos, devolver las horas extras y los recargos nocturnos, suprimidos en anteriores reformas. Según la ministra de Trabajo, Gloria Inés Ramírez, uno de los objetivos de la iniciativa era “tener empresas sostenibles, potentes y productivas, pero sin precarización laboral”.

En cualquier caso, la propuesta contemplaba una recuperación de lo que a los trabajadores les habían despojado, en particular en el gobierno de Uribe. La reforma, ya se sabe, naufragó en la Comisión Séptima de la Cámara, y a la misma, desde la perspectiva de la funcionalidad, había que hacerle ajustes, sobre todo en lo concerniente al respaldo oficial a las micro, pequeñas y medianas empresas para que no fueran a sucumbir por cargas laborales. Ese era uno de los debates clave pendientes, que no se pudo dar por el ya conocido sabotaje de la oposición.

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El otro ángulo de la situación en la relación capital y trabajo es la del proceso de desindustrialización que, en la práctica, ha reducido a los obreros y a los empresarios. Desde hace tiempos, la desastrosa apertura económica, los mismos tratados desiguales de libre comercio, en particular los suscritos con Estados Unidos, han deteriorado las industrias. Urbes como Medellín, catalogada en otras fechas como la “ciudad industrial de Colombia”, ya no tiene en su paisaje laboral factorías ni chimeneas ni trabajadores. Es, en su decadencia, una prestadora de servicios y, en especial, una receptora de turismo (entre los que está el narcoturismo, el sexoturismo, etc.).

Sin duda, el país requiere una transformación profunda en sus relaciones productivas, y, si como lo afirmó el actual presidente en su campaña electoral, que había que desarrollar aspectos del capitalismo en Colombia, uno de ellos debe ser el apoyo sustancial a un proceso de reindustrialización. Debería ser ese rubro una de sus prioridades, aunque parece que solo fue una promesa propia de la propaganda comicial.

En estas circunstancias, las reformas laborales no pueden ser, como las realizadas hasta ahora, atentados y despropósitos contra las garantías y derechos de los trabajadores; pero, a su vez, tampoco, según las circunstancias de un país que todavía tiene ribetes semifeudales y de preocupantes atrasos productivos, una talanquera en particular para las “mipymes”. Recuperar a los trabajadores de los ultrajes y golpes recibidos por gobiernos antipopulares debe ser uno de los objetivos de un gobierno que se autoproclama de cambio, que, a su vez, debe auspiciar un necesario proceso de reindustrialización.

Ha habido en todo caso una larga tradición de lucha de los trabajadores. Lo que sobrevive de ellos en Colombia no debe ser inferior a esa trayectoria, que ha costado tanto sudor, lágrimas y sangre.

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